Lunes, 18 de Septiembre 2017
Tiempo de lectura: 3 min
Vuelvo de vacaciones y descubro consternado que ha fallecido durante el mes de agosto mi querido amigo Alfonso Azpiri, con quien hace algunos años edité un divertimento titulado Penúltima sangre, una narración vampírica de corte pulp que no está a la altura de sus magistrales ilustraciones. Aquel librito, hoy inencontrable, nos lo encargó Julio Peces, director de la Semana de Cine Fantástico de Estepona, quien durante más de quince años contó con nosotros en el jurado del festival. Fue allí donde pude intimar con Azpiri, uno de esos artistas que se pasean por el mundo regalando modestia y buen humor, como sólo los auténticos genios pueden permitirse. Azpiri, siempre bronceado y con gafas de pera, tenía un aire cheli y verdemadriles, una sonrisa a flor de piel que ocupaba toda su cara, unas manos sarmentosas en las que siempre humeaba un cigarrillo mentolado. Con aquellas manos había dibujado sus historietas inolvidables, llenas de humor y sensualidad, de mundos míticos y galaxias remotísimas, de mujeres sensuales y tiernos monstruos. Azpiri dibujaba con una facilidad pasmosa, la facilidad de quien vive con su vocación en idilio perpetuo y ensimismado. Con un rotulador en la mano era capaz de crear, en apenas un instante y con cuatro trazos certeros, imágenes que parecían desbordar el papel, vibrantes de movimiento y carnalidad, estremecidas de misterio y onirismo. Varias veces tuve la oportunidad, en Estepona o Madrid, de acompañarlo en firmas de libros, donde atendía a sus seguidores con una amabilidad siempre radiante, como si fuesen sus amigos de toda la vida, aunque los acabase de conocer. Esta generosidad de Azpiri era una segregación natural de su alma, una efusión espontánea y cordial que llenaba de júbilo y gratitud a quienes tuvimos la oportunidad de tratarlo. En sus historietas de Lorna, tal vez su personaje más célebre, relumbran las dotes del mejor Azpiri: plasticidad, voluptuosidad, un trazo siempre vigoroso, un uso apabullante y psicodélico del color; y siempre un gusto por la ciencia ficción oscura entreverado de una deliciosa sorna. También en la vida Azpiri lograba una amalgama irrepetible, porque era a la vez guasón y grave, ingenuo y sagaz, travieso y responsable, como si el niño eterno que llevaba dentro, capaz de descubrir magias secretas allá donde el resto de los mortales sólo descubría la mostrenca realidad, se hubiese amalgamado con el dibujante estajanovista y comprometido a muerte con su oficio. Azpiri vivía con un pie en la Tierra y otro pie en un planeta lejano, poblado por alienígenas bondadosos y amazonas con melenas de fuego; y saltaba de un lugar a otro como una liebre, sin quedarse a vivir en ninguno de los dos. Hablaba con una bendita y contagiosa pasión; y en todo lo que hacía y decía alumbraba un entusiasmo a prueba de bomba. Alfonso Azpiri amaba su oficio, amaba la vida, amaba el cine, y todo ese amor bullicioso burbujeaba en su conversación, regada siempre de optimismo y anécdotas cachondas. En Estepona, cuando acababa la proyección de las películas, salíamos a la calle a fumar un cigarrillo mentolado y me contaba las vicisitudes de su oficio, que -como las del mío- eran poco halagüeñas. Pero Azpiri se había reinventado varias veces a lo largo de la vida y estaba dispuesto a seguir reinventándose cuantas veces hiciera falta, con tal de poder seguir dibujando, con tal de poder encender cada día la llama de su arte. Como siempre ocurre con los auténticos genios, no se encumbraba ni envanecía; y la llaneza de su trato no era nunca impostada. Jamás se dejaba vencer por la pesadumbre; jamás la amargura ni el rencor ensuciaban su voz, jamás la enfermedad manchaba su optimismo. Le gustaba comer con los amigos en las tascas de Cuatro Caminos; y disfrutaba como un enano rememorando los tiempos heroicos en los que decidió lanzarse desde el trampolín de la vocación a la piscina del futuro, sin saber siquiera si tenía agua. En ese salto vertiginoso lo acompañó siempre, leal y discreta, Juani, que lo dejó todo por seguirlo, siendo todavía adolescente. Juntos pasaron muchas alegrías y penalidades; juntos compartieron muchas esperanzas y decepciones; juntos criaron a tres hijas que eran su mayor orgullo y su principal desvelo. Ahora que Alfonso Azpiri se ha marchado a un planeta lejano quiero pedir a Juani que no deje de mirar a lo alto, que no se deje atrapar por las sombras. Allá a lo lejos, en alguna estrella remota, está esperándola Alfonso, acompañado por un séquito de alienígenas bondadosos y amazonas con melena de fuego.
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