El rito de paso
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
No existe rincón sin fiesta. Ya pueden los ayuntamientos carecer de servicios sociales, escuela digna o centro de atención médica, que lo que nunca faltará es la carpa y el baile. Forma parte de una sanguínea manera de ser que nos caracteriza y de la que podemos sentirnos orgullosos, la afiliación carnavalesca nos libera en cierta medida del abandono y la precariedad, algo así como el sentimiento patriótico nos libera de exigir saludables condiciones de vida. Lo curioso es que, después de cada verano, hay una corriente de sorpresa por el cariz que toman muchas celebraciones. Poco a poco, las leyes de protección animal están limitando los excesos más brutales y, aunque todavía hay muchas fiestas que requieren para el placer ciudadano contar con algún animal que lo pase mal, ya van quedando menos excesos. En algunos sitios donde se arrancaba la cabeza a gansos vivos, por ejemplo, han sido sustituidos por patos de goma o variaciones simbólicas. De esta manera, los jóvenes pueden seguir con la tradición sin manchar de sangre la reputación del pueblo.
En otros lugares, los encierros se están sustituyendo por inclinaciones más acordes a la exitosa tomatina, ejercicios lúdicos con relativo peligro. El más comentado este verano ha sido el descenso de una bola enorme sobre el callejón vecinal. Una muestra de ingenio sagaz, aunque a un vecino casi le parten el espinazo de un bolazo. Las ideas son gratuitas y mezclar a Indiana Jones con los Sanfermines no le pude parecer a nadie mal, el pueblo necesita significarse, y con un poco de suerte, en unos años, el siempre tan exigente para lo suyo como vacuo para los demás New York Times les podrá dedicar una foto de portada. Pero dejemos de lado las estupendas maneras de sustituir el maltrato animal por algo más fotogénico; el otro componente necesario de toda fiesta que se precie es el consumo alcohólico. Y sobre todo si es entre jóvenes, porque así se glorifica un rito de iniciación.
En las antiguas civilizaciones, los chavales alcanzaban la edad adulta con una prueba de vigor o valentía. Entre nosotros ese rito se produce con la introducción del alcohol en su dieta. Primero es de manera furtiva, con los ‘botellones’ escolares, pero hay un día donde el muchacho y la muchacha pueden sentirse integrados en la dinámica popular, y eso sucede en las fiestas patronales. Allí, las peñas y las barras improvisadas sirven para coronar ese ritual de paso tan de nuestra tierra, el chaval se agarra una cogorza festiva y entrañable y los padres, orgullosos, lo reciben de madrugada con los brazos abiertos. Este rito, que sorprendería a muchas tribus primitivas por primitivo, es entre nosotros ensalzado y defendido por teóricos de la pertenencia. Nada sería peor que la marginación, y un chaval borracho es un proyecto de adulto inmejorable.
Lo más incomprensible del asunto es que cada vez que estalla una refriega, una batalla campal o una pelea con víctimas, el pueblo en masa se vuelve contra las autoridades y reclama más seguridad. Da lo mismo que muchos de los disturbios comiencen precisamente porque la autoridad trata de poner orden o un horario de término, es el disturbio en sí mismo lo que mancha el festejo y, por lo tanto, irrumpe el ratito de indignación que tan bien se expresa en nuestra sociedad actual por las redes y los medios. A cualquiera que se pare a mirar un segundo con calma, lo que le sorprenderá es que con el grado de borrachera que alcanzan los chavales no se produzcan más dislates. Pero ahí sigue funcionando el freno español, ese que dicta que uno puede beber todo lo que le dé la gana, pero siempre y cuando no se emborrache de manera molesta. Lo malo del asunto es que el alcohol suele despertar los demonios que anidan dentro de las personas, su violencia, su rencor, su dolor, y si ese demonio interior crece, la euforia etílica lo dejará manar. Los altercados no son un accidente, sino una expresión transparente de lo que se lleva dentro, y más al producirse en grupo. Es el rito de paso que hemos elegido para nuestros jóvenes en nuestro moderno tribalismo.
