Luces de ciudad
NEUTRAL CORNER
Las luces de Navidad son encendidas en las grandes ciudades de forma cada vez más prematura. El otro día, recién salido del puente de Todos los Santos, me sirvió café un muchacho tocado ya con un gorrito de Papá Noel. Me imagino que acababa de sacarse la máscara de zombi. Calculo que el gorrito deberá llevarlo no menos de setenta días. Más allá de cómo pueda afectar eso a su dignidad personal, estamos hablando de navidades que ocupan casi tres meses. Lo celebro por los gorditos con barba blanca, cuyos contratos temporales para interpretar a Papá Noel en los centros comerciales son cada vez menos precarios. Pero a mí me afecta de forma negativa porque el espíritu navideño, como cualquier otra sustancia psicotrópica, ha de ser consumido con moderación para no provocar daños irreversibles.
Por razones en las que se mezclan mi predisposición cultural y mi tendencia a la nostalgia, tengo una profunda devoción por la Navidad. Por el asombro de los regalos y los mitos, por el misterio del nacimiento de aquel hombre cuya ubicación en el calendario, cercana al solsticio, proviene del Sol Invicto con el que los romanos festejaban su triunfo sobre el invierno: la resurrección era la estacional de la naturaleza, la que permitiría la continuación de la propia vida de la urbe. Honro la Navidad porque me educaron para asimilarla y porque conservo en la memoria las llamitas que prendíamos en la terraza de casa, una por cada muerto de la familia cuya ausencia se notaba en la mesa. Es un alivio tener una relación tan armoniosa con la Navidad porque, a diferencia de otras personas llenas de prejuicios, no necesito convertirla en alguna otra cosa pagana con tal de participar. Vaya, que no necesito hacerme pasar por descendiente de una tradición druídica, o algo así, para trinchar la carne el 24 sin remordimientos. Aviso ya, con la Navidad en ciernes, de que todo aquel que me felicite el solsticio como si fuéramos vikingos será embadurnado con brea y plumas y montado a una mula, donde quedará expuesto hasta que traspase los límites de la ciudad.
Pero volvamos a la precipitación de las luces. No reprocharé su naturaleza comercial, de incitación al consumo, porque soy un capitalista feroz y me gustan los apogeos comerciales. Pero las luces influyen sobre mí de forma que me provocan un reflejo pavloviano. Si ya es Navidad, me digo, aunque andemos todavía a principios de noviembre, es hora de volver a instaurar esa tregua navideña que el misántropo que soy tiene establecida con la humanidad. Es hora de amar, de ser cordial, de reír jojojó, de pellizcar los cachetes de los niños, de no putear a quien se salte un ceda el paso, de beber vino caliente con clavo, de confiar en la buena voluntad hasta de los políticos profesionales, de compartir lo que uno tiene, de llamar por teléfono, uno a uno, a todos los contactos de la agenda para decirles «felices fiestas y muchos besos a la familia». Es hora, en definitiva, de comportarse como un perfecto gilipollas para poner a cero el contador de malas acciones y peores pensamientos e ingresar en el año siguiente depurado y absuelto por la inmersión en un baño de fe y bondad: el spa del alma. Aquí es donde surge el problema. Entre Nochebuena y Reyes, yo me siento capaz de amar al prójimo durante un par de semanas. Llego un poco justo de cólera contenida, pero bueno… se puede hacer. En ese sentido, una Navidad convencional, de las de antes, era soportable porque inoculaba una dosis de espíritu navideño asimilable para el cuerpo, el alma y el cerebro. Pero si a 2 de noviembre el gorrito de Papá Noel de un camarero y las luces prematuras me hacen clic y me obligan a amar ya a la humanidad, con setenta días por delante, francamente, me declaro incapaz de conseguirlo. Antes de llegar a Nochebuena petaré y empezaré a patear en las canillas a los gorditos con barba blanca y a sus pajes y recorreré las puertas de los colegios con un megáfono aclarando cierto secreto acerca de la identidad de los Reyes. Feliz solsticio.
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