Piernas cerradas

Neutral corner

La mañana del 23 de junio de 2021, Bonifacio Ruiz Cerdilla salió de su casa habiendo tomado la resolución de no cometer ese día ni un solo acto de micromachismo heteropatriarcal machirulo. Fue en vano. En el mismo rellano de su piso, cometió el primero. Uno de gravedad relativa (5/10) según el díptico informativo introducido en su buzón por el Ministerio de Relaciones de Género. Al coincidir con la marquesa viuda de Casalpando, que sacaba a pasear a Fifí, la chihuahua a la que daba de merendar con un tenedorcito de postre, Bonifacio fue víctima de algún remoto automatismo cultural todavía no reprogramado y, además de darle los buenos días, le abrió con deferencia la puerta del ascensor para que ella entrara primero. Se dio cuenta de lo que hacía justo a tiempo. Impidió el paso de la marquesa viuda colocándole el codo a la altura del gaznate y se le adelantó, no pudiendo evitar enredarse los pies con la correa de Fifí, que ya estaba dentro del ascensor. Al comprobar la expresión entre enojada y atónita de la marquesa viuda, Bonifacio comprendió que era una mujer de otra época, irrecuperable, y que sería en vano si intentara explicarle siquiera que acababa de tratarla sin heteropaternalismo, como a una igual. Que lo mirara en el díptico. Esa misma tarde tendría ocasión de volver a salvarla de la esclavitud micromachista de la cual la pobre ni siquiera era consciente: se negaría, por su propio bien, a ayudarla con las bolsas del supermercado, aunque ella las arrastrara por la escalera del portal sin resuello.

Camino de la estación de Metro, Bonifacio se obligó a recordar todas las veces que estuvo tentado de fijarse en la belleza de una mujer porque de ello dependía el número de fustazos que, por la noche, se aplicaría en penitencia con el látigo reglamentario de cuatro colas y remaches de acero repartido por el ministerio. Llegó a clavar la mirada en unos glúteos durante un tiempo no superior al segundo, por lo cual le quedó la duda de si debía o no llamar al comisariado del ministerio para confesarse y recibir detalle del castigo merecido. Nunca se sabía cuándo podía asomar el predador sexual que, según habían confirmado importantes estudios científicos, todo hombre lleva dentro por pura inevitabilidad genética. Todo hombre estaba por ello en rehabilitación y libertad vigilada, como bien explicaba el díptico.

Cerca ya de la estación, comprobó cómo una muchedumbre intentaba inmovilizar a un hombre mientras esperaba la llegada de la Policía. Pensó que se trataría de un ladrón, pero le aclararon que debía de ser un perturbado peligroso, pues, según confirmarían más de diez testigos horrorizados, acababa de manifestar a una mujer: «Camina por la sombra, que al Sol los bombones se derriten». Bonifacio no daba crédito. Pensó que tenía que ser un salvaje procedente de algún lugar no alcanzado todavía por los valores verdaderos de la civilización y se abalanzó sobre él para ayudar a retenerlo antes de que causara daños mayores. Este hombre representaba él solo un importante salto regresivo: debía ser curado de sus malignos pensamientos heteropatriarcales y en el Ministerio sabrían cómo hacerlo.

Como siempre, a Bonifacio se le hizo largo el trayecto de Metro porque, después de tres o cuatro estaciones haciendo fuerza para que las piernas no se le abrieran y evitar el manspreading, los abductores siempre le dolían. También le molestaba un testículo mal acomodado, pero jamás se lo habría tocado para que no confundieran el gesto con un alarde de cojonudismo: 7/10 en el díptico, cinco fustazos. Una vez llegado, acompañó al comité de su oficina a una operación de liberación de unas animadoras de un equipo de baloncesto que aún persistían en su nefasto oficio en la cancha de un barrio residual. Fueron emancipadas por el comité y Bonifacio transmitió a la comisaria la pregunta de una animadora que no parecía tan feliz por su liberación del yugo machista como debería estarlo: «Pregunta de qué va a trabajar ahora».

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