Un riñón de oro
Palabrería
Dorado. El señor Gold siempre quiso ser millonario, atraído por el oro y su confuso brillo. De todo lo asociado a la riqueza –ostentosos coches del tamaño de casas y casas fastuosas del tamaño de fábricas de coches–, solo el dorado legítimo lo volvía loco y desataba en él la necesidad de acumular. Sus padres habían tenido dinero para vivir con desahogo sin alcanzar la categoría de ricos. Gracias al impulso familiar en forma de una herencia adelantada, su camino de baldosas amarillas no fue empinado, sino que transcurrió sobre terreno llano.
Lanzamiento. A los 20 años se autorregaló un reloj de oro macizo que pesaba como una bola de lanzamiento, aunque él lo trasladaba con la ligereza del triunfo. Se lo adjudicó como premio tras la venta de su primera empresa, una start-up basada en la economía colaborativa, si bien el único beneficiario fue él mismo. Según su incipiente –y fructífera– doctrina, ‘economía colaborativa’ significaba que todos colaboraban para que él ingresara el dinero.
Leonado. Por entonces se tiñó el pelo de amarillo para advertir a la humanidad de la pasión. El flequillo leonado se convirtió en el estandarte y el aviso para amigos y enemigos de una aplastante llegada. Se producía un avistamiento al estilo marítimo, con la vela mayor del cabello henchida por la vanidad. Gold olía el futuro, sabía leer en la partitura del aire qué estaba por llegar y se anticipaba a la manera de los visionarios de cualquier época. Se rodeaba de equipos altamente capacitados a los que retribuía a lo grande y a los que pedía sometimiento. El negocio era la nada pues ejercían de intermediarios entre las personas. Las diversas compañías no poseían ni fábricas ni edificios –las oficinas eran de alquiler–; se limitaban a facilitar que dos individuos se pusieran de acuerdo. Los bienes pertenecían a otros: los pisos turísticos que desquiciaban a los hoteleros, los coches que competían con los taxis o las cenas vendidas como experiencia entre particulares que se servían en un limbo legislativo.
Algoritmo. Tenía facilidad para crear empresas y venderlas a otras mayores cuando estas comenzaban a sentirlas como competencia. Su patrimonio eran cables y logaritmos. En aquel mundo de niños viejos vestidos con camisetas, sudaderas, pantalones caídos y zapatillas de surfero, él era el tío raro con trajes a medida y zapatos duros y brillantes y con suficiente oro encima para hundirse en el caso de caer al mar: collares a lo rapero y anillos de campeón del mundo de boxeo. Transformaba sus ganancias en lingotes, que almacenaba en una cripta gigantesca. La seguridad era similar a la de los edificios que protegían las reservas de algunos países. En las proximidades del complejo, construyó la mansión, a la que bautizó como Aurum puesto que gran parte estaba hecha con el metal precioso. Espectacular era el váter, por el choque entre estética y función, y la cama, metida en una ostra gigantesca de 24 quilates, pero lo que llamaba la atención era la pista de tenis, de deslumbrante belleza aunque imposible para el juego porque los contrincantes resbalaban. Cuando murió su perro, derritió encima algunos kilos que lo condenaron a la eternidad.
Yunque. Una mañana despertó en la cama de un hospital. Sorprendido por cómo había llegado allí, el médico le explicó que se había desmayado en el trabajo con un golpe muy seco, como si un yunque hubiera caído de una mesa. Al someterlo a exploración, el escáner reveló que gran parte de los órganos de Gold estaban recubiertos por oro. Él explicó que desde hacía años seguía una dieta a base de aquel elemento cuyo número atómico era el 79. Lloró de emoción al saber que se estaba transformando. Por fin refulgía por dentro: ahora tenía que conseguir hacerlo por fuera. Sopesó pedir una intervención para que le extirparan uno de los riñones. El riñón de oro dejaría de ser una metáfora para convertirse en realidad. Luciría espectacular en el escritorio.