La pelota obedece como un perro

Pau Arenós

La pelota obedece como un perro

Palabrería

Espasmo. El capricho del jeque llevó al joven jugador brasileño a un equipo de una gran capital europea. El petróleo que manaba en el desierto a miles de kilómetros de distancia anegaba aquel campo, que en lugar de verde era negro. El desembolso por hacerse con los derechos del delantero había hecho que crujiera el edificio del fútbol mundial, otro de los espasmos periódicos que jamás dañaban la estructura de una forma definitiva –volaba algún archivador o se desplazaba un mueble en el despacho de un alto ejecutivo; a buen recaudo las botellas de champán, que jamás se rompían–.

Desmesura. De vez en cuando, un salario hiperexagerado de una profesión ya de por sí con sueldos estratosféricos desesperaba a las personas cabales, que no imaginaban que se pudiera superar la última y abusiva cifra. Pero siempre era rebasada por una desmesura mayor. ¿Acaso no había límite en aquel mercado de especialistas? Lo que el magnate del combustible fósil había soltado por las botas las había convertido en las más caras del planeta, récord provisional hasta que otro veleidoso aumentara el guarismo hasta superar el presupuesto de algún país pobre.

Purasangre. El magnate del petróleo construía el club con la misma lógica con la que había diseñado la triunfante cuadra de caballos de carrera: solo quería purasangres –lo de los purasangres servía como ejemplo teórico, aunque no como literalidad: en aquellos jugadores no había sangre azul, sino la roja de la pobreza y el sufrimiento–. El proyecto tenía que ver más con la fantasía que con la necesidad, con el exhibicionismo que con el sentido común, con el lujo
que con lo práctico. Que los balompedistas fueran los mejores por separado no quería decir que lo siguieran siendo en conjunto. Por encima de todos, el astro brasileño, sin duda un deportista extraordinario, una anomalía de la naturaleza que no procedía de la cría a conciencia, sino del azar genético. En sus pies, el balón era como un imán: lo llevaba pegado a los tacos. Adivinaba agujeros, negros o pardos, donde los demás solo veían piernas o cuerpos. La pelota obedecía como un perrillo entrenado.

Agudeza. El equipo dependía de los antojos de su talento. Cuando tenía ganas de jugar, las acrobacias del brasileño quedaban fijadas para siempre en el recuerdo de los espectadores. Si esa tarde o noche se encontraba inapetente en lo deportivo, deambulaba por el césped como un zombi. La regularidad no era una de sus virtudes, sino la agudeza intermitente. Su vida disipada no podía garantizar la estabilidad. A veces dejaba de ir a los entrenamientos, conducta tolerada por el entrenador, una gastada eminencia que no quería enemistarse con el crack y le permitía hacer lo que le viniera en gana. El delantero se movía rodeado de una corte de aduladores, amigos profesionales que cobraban un sueldo por estar a su lado. Para los profanos, era imposible saber el número e identificarlos con precisión. Variaba por épocas, según el número de fiestas a las que acudir, la estación –la primavera y el verano multiplicaban presencias– o la cantidad de gente que necesitaba para las maratonianas sesiones con las videoconsolas.

Exposición. El jeque no se quejaba de los irregulares resultados deportivos porque le complacía la publicidad gratuita que le generaba el brasileño, las sesiones fotográficas para las grandes marcas que se expandían por el mundo como una pandemia o las indiscreciones en las discotecas de moda, en las que se le veía abrazado a modelos. Extravagante a la hora de vestir, tatuado hasta en las partes íntimas, vivía en un estado de exposición perpetua.

Gol. Los últimos partidos estuvo menos inspirado que de costumbre, rozando el desánimo. Alguna jugada magistral justificaba el estatus. La próxima semana, el equipo jugaba un partido esencial para continuar en la competición europea. Pensó en una estrategia para la victoria sin riesgo. Llegado el día y, a mitad de una jugada en el tramo final del partido empatado a cero, salieron los tropecientos amigos al campo, entorpeciendo el trabajo de los contrincantes, abriendo el camino para que el delantero llegara a la portería. Mientras uno de los colegas sujetaba al portero, el brasileño metió el balón. El público aplaudió con estruendo un gol tan elaborado.

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