Cómo revitalizar una feria de arte
Palabrería
Blanquear. Los jefes de la muestra internacional de arte estaban desesperados por la pérdida de afluencia, y de influencia. Cada año era más difícil endosar las obras, que en otros tiempos habían interesado a bancos y ayuntamientos porque unos y otros disponían de fondos para blanquear reputaciones. Invertir en arte contemporáneo tenía que ver con la fe: nadie lo entendía, pero todos lo aceptaban. Las religiones eran el modelo que seguir, puesto que basaban su existencia en lo inexplicable. Los cultivados se dejaban arrastrar por la mística de ciertas creaciones, capaces, según la apasionada entrega, de modificar vidas o alterar comportamientos. Los burlones no veían nada, no entendían nada, lo que era una demostración para los fieles de la autenticidad de su credo.
Talonario. La feria de arte no solo agonizaba por la falta de fondos y de un público entendido, sino también por los nuevos formatos, difíciles de colocar a un coleccionista amateur. Si un lienzo ya era complicado de despachar, ¿cómo convencer a alguien de que se llevara a casa una aparatosa instalación? Solo los ricos, o los muy ricos, con grandes capitales y grandes espacios en los que exponer lo adquirido, podían ser cómplices, pero los especialistas sabían que los ricos, o los muy ricos, se acercaban a ese mercado como podrían haberlo hecho al de ganado: comprarían un animal para engordarlo y volver a venderlo. Además, eran conservadores y los talonarios solo venteaban a los artistas consagrados.
Viruta. El coleccionista puro –el coleccionista auténtico– era un ser excepcional, por escaso y por virtuoso. Desembolsaba enormes cantidades de dinero sin saber si su convicción tendría futuro, si tras la cuantiosa apuesta el caballo llegaría a la meta o reventaría durante la carrera. ¿Cuánto de lo adquirido era genuino y cuánto virutas del marketing? Llegados a este punto de ruina del certamen, sin apenas nadie a quien vender y aún menos en quien influir, los jefes se preguntaron qué hacer para evitar el cierre.
Lodo. El equipo directivo pensó una estrategia que llevó a cabo la mañana de la inauguración. Eligieron una obra con gran contenido político y pidieron a la galería en la que estaba alojada que la descolgara porque la controversia que podría encender velaría al resto de los participantes. A lo mejor, aquellas fotografías manipuladas habrían llamado poco la atención, o habrían sulfurado a algún columnista de mecha corta, pero el acto censurador hizo bueno el augurio. Ellos mismos abonaron la escandalera que opacó las otras contribuciones. El acto de censura grimpó como un mono loco por las redes sociales, facilitando que la pólvora negra llegara de inmediato a los medios de comunicación. Lo que debería haber servido para resucitar la feria gracias a unas dosis masivas de publicidad gratuita casi se convirtió en su entierro. No calcularon bien los efectos del acto. El catálogo de reproches e insultos superaba en variedad al de los muebles suecos. Como otros suicidas de la vida pública, quedaron sepultados bajo el lodo cuando el volcán explotó.
Censura. El ruido impedía pensar, pero a uno de los miembros de la junta se le ocurrió un truco que los otros apoyaron por desesperación: redactarían un segundo comunicado para explicar que la acción no había sido reprobadora, sino denunciadora. Formaba parte, según justificaron, de un happening destinado a abrir una reflexión sobre la censura, la autocensura y la poscensura. Para garantizar la credibilidad de la acción, no habían avisado a la galería ni al artista de las verdaderas intenciones. Querían denunciar la atmósfera represiva: los presos políticos, los libros secuestrados, los raperos condenados a penas desproporcionadas. Para sorpresa general, la operación de maquillaje a la desesperada salió bien porque se aceptó el parche. A gran velocidad, organizaron un microsimposio para apoyar la idea. La muestra se salvó del desprestigio y la quiebra gracias al error de propaganda reciclado como respuesta valiente. Sin embargo, las fotografías descolgadas no regresaron a la pared. La galería enganchó un cartelito en la nada con un precio descomunal y un título: Censura. Un banco extendió el cheque para que la pared vacía formara parte de su muy exquisita colección. Pau