La democratización de la vileza
Artículos de ocasión
Hace años, cuando preparaba la documentación para escribir la novela Saber perder, traté de reunir algunos datos en torno al fenómeno de la prostitución en España. La perspectiva que extraje no podía ser más deprimente. Un negocio paralegal, con verdaderos limbos institucionalizados, que contaba con una fuerza de labor de cerca de cuatrocientas mil mujeres prostituidas. Una especie de nación paralela que atesoraba ingentes cantidades de dinero negro, que desestabilizan la igualdad y fomentan la corrupción en los sectores más delicados de la política local y las fuerzas de seguridad. Y entremedias destacaba un perfil aún más precario y lamentable que utilizaba a las mujeres procedentes de la emigración ilegal de los países africanos. En contra de lo que muchos sostienen, el avión comercial era el más frecuente medio de acceso y la extorsión duraba una media de cinco años, en los que las mujeres pagaban una deuda engordada con trampas y absurda. Como métodos de sometimiento, los principales eran la pura agresión, el control y la amenaza de expulsión del país. Por si esto fuera poco se añadían la venganza contra sus familias en el lugar de origen, el secuestro de hijos concebidos en penosas condiciones y la rara creencia en mecanismos de vudú que terminarían con su salud.
Semanas atrás he vuelto a recordar algunas de estas pesquisas y alguno de los testimonios que conocí. La noticia hablaba del modo en que la Policía había desactivado una extendida red de prostitución que explotaba a mujeres nigerianas traídas desde los campos de internamiento en Lampedusa. Las mafias utilizan los caminos de llegada a Europa que ofrecen mejores condiciones y una vez en el territorio continental separan y distribuyen a las mujeres entre sus negocios más asentados, pues la clientela, por lo que parece, nunca falla. En el caso español las mujeres, alguna menor, eran utilizadas en puestos de calle y locales lamentables. Cercano a los asentamientos de braceros en Almería se descubrió una especie de infraprostíbulo donde las mujeres eran obligadas a satisfacer a sus compatriotas a un precio de mercado que posibilitara que gente que cobra salarios indecentes pudiera permitirse, cómo no, el desahogo sexual.
El sistema es casi perfecto. Orienta las escalas de crimen y explotación en función de sus paisajes económicos. Aunque uno crea que ha tocado fondo en la escala social, siempre habrá un escalón aún más sórdido. La explotación del que está peor no tiene fin y no importa dónde se coloque el límite de marginalidad que a poco que se estabilice aparece un negocio aún más denigrante. Las víctimas encuentran siempre otras víctimas sobre las que ejercer de verdugos. Esta es una dinámica humana que se repite a menudo. Pasa con los locales de pernoctación, las habitaciones de alquiler donde se arraciman los que no tienen otras posibilidades, en muchas ocasiones explotados por otros marginados que han logrado escalar una posición. Y cómo no iba a ocurrir con el mercado del sexo, donde se establecen los precios y las rotaciones en función del poder adquisitivo de la clientela. Por eso en tantos casos deriva en auténtico esclavismo, que nada tiene que envidiar a los relatos más escalofriantes del mercado negrero de hace siglo y medio.
Es muy desasosegante saber que al final de la escala más baja de vida siempre encontraremos a una mujer obligada a prostituirse. No importa que la explotación sea ejercida por personas que a su vez padecen una situación precaria. En otros casos se utilizan el alcohol y las drogas para no asumir la responsabilidad. La humanidad tiene esta triste cara, no desconocida. Sería irónico que las personas más desfavorecidas no cometieran las vilezas que perpetran también los mejor colocados. Nada más óptimo que el negocio de la prostitución para ofrecer una estampa transversal de lo que es la violencia contra la mujer y su explotación ilegal en nuestro país. A poco que miren, pueden encontrar desde la más alta galería de ofertas de lujo y confort hasta la más recóndita miseria vejatoria. No hay límite ni por arriba ni por abajo. Una verdadera democracia del asco.