No nos proceses
No nos proceses
Palabrería
Marabunta. La manifestación cubría de colores la gran avenida –y las calles que desaguaban en ella–, algunos de una trastornada viveza, como el fosforito o el naranja ácido: los participantes se organizaban por grupos, dando a la marcha la apariencia de un plato combinado. Desde el aire la imagen era poderosa y desataba la épica vulgar de los periodistas: «marea», «riada», «tsunami», solo se les ocurrían metáforas en las que participaba el agua. ¿Por qué nadaban en ríos y mares para buscar inspiración y acababan ahogados en el lugar común? Probablemente porque recurrir a los lemmings, a las langostas o la marabunta resultaba ofensivo.
Estigmatizado. La multitud avanzaba entre cánticos. «Las pizzas somos súper». «Soy la margarina: no me huelas, cómeme». «Te quiero, bollo». Los productos industriales se habían organizado más allá de los lineales. Hartos de sentirse estigmatizados y perseguidos, contrataron a la misma agencia de comunicación que metió en la cabeza de los consumidores que la palabra light era sinónimo de salud. ¡Aquel sí que fue un triunfo apabullante, pues cada sin ocultaba un con! ¡Sin azúcar pero con sorbitol!
Paleta. Antes de recurrir a los magos del lenguaje light, se interesaron por otros expertos: los inventores del concepto sin gluten aplicado a ingredientes que jamás rozaron la proteína, como los berberechos en lata. ¡Qué tíos, qué estrategas, qué expertos en la manipulación de la mente humana! Aunque la primerísima opción fue encontrar a los genios que lograron que el mundo creyera que el jamón cocido era dulce si bien ¡contenía importantes dosis de sal! No fue posible porque, según averiguaron, habían muerto por abusar de la paleta de York convencidos de su propio mensaje.
Coreografía. La amenaza de la OMS de acabar con las grasas trans había sacado a la calle a los productos procesados. Las chips desplegaban sus extrañas y seductoras formas y sabores: que si a queso, que si a barbacoa, beicon, paprika, huevo frito, chorizo. Qué maravillosas coreografías organizaban las onduladas y las de corte fino al cruzarse. A la bollería le costaba avanzar por la amplitud de sus contornos, si bien las salsas de bote se extendían por el asfalto para que pudieran deslizarse. Los snacks clásicos miraban con desconfianza a los nuevos, de gusto y aspecto rarísimo, aunque compartían espacio en defensa de los derechos colectivos. El lema principal de la concentración se refería al juicio permanente al que los sometían: «No nos proceses».
Ictus. Ensordecidos por los cánticos no se dieron cuenta de que se les acercaba una contramanifestación. La pancarta que la abría era contundente: «Fuera impostores». Y, tras ella, los modelos en los que la industria se inspiraba para las deformaciones y las inyecciones trans. Pizzas recién horneadas, patatas fritas caseras, cruasanes de panadería. Los originales gritaban a los imitadores: «Monstruos, desapareced», «no nos copiéis», «dejad de desprestigiarnos», «sois baratos porque sois malos». Los acusaban de alimentar los infartos, los ictus, la diabetes, la hipertensión, la obesidad. Los nuggets de fast food, bien protegidos con la armadura de rebozado, se lanzaron contra los helados artesanales, en un choque desigual. Los cremosos de fresa se derritieron en un charco de sangre.
Corteza. Cuando intervinieron los antidisturbios, las bajas en el bando de los limpios de grasas trans eran generales. Hamburguesas recién picadas con las carnes desparramadas, pizzas con las cortezas arrancadas, patatas reducidas a puré. Los procesados les lanzaron dosis masivas de aditivos contra las que no pudieron hacer nada. El arsenal de letras E era inacabable, imposible de digerir. Un palito de pescado muy joven se subió a un cruasán caído y le arrancó un cuerno para guardarlo como trofeo.