Mi casa es de la Pradera
Artículos de ocasión
Es difícil explicar un tiempo en que la música no estaba a disposición del clic. Recuerdo la pasión de mi madre por las canciones de Concha Piquer y María Dolores Pradera, a las que escuchaba cuando algún programa de radio de los que seguía con fidelidad tenía a voluntad pincharlas. La gente humilde no poseía la música. Luego, el tocadiscos fue propiedad restringida de mis hermanos mayores y finalmente un día logré hacerle una cinta de casete a mi madre con las mejores canciones de la Pradera. Desde entonces, relacioné de una manera automática la elegancia en aquel cantar sin alardes de la Pradera con la maternidad sutil y alérgica a las histerias y traumas de mi madre. Hay una fina línea que separa a la gente que hace su trabajo y cumple con su obligación sin esperar nada a cambio, sin egolatrías ni sobreactuaciones, y los otros, los que necesitan del aplauso ajeno, el conflicto, la atención, el protagonismo y la rendida admiración.
Por aquellos años yo estaba convencido de que María Dolores Pradera era mexicana. Algo así como la versión elegante y sin desgarro de Chavela Vargas. Aquellos ponchos y aquel deje al cantar los clásicos de José Alfredo Jiménez, Chabuca Grande y Atahualpa Yupanqui hacían el resto. Luego supe que era madrileña y había sido doce años pareja de Fernán Gómez, en lo que significó el mayor hito de inteligencias en convivencia del que tengo noticia. Cuando finalmente conocí en persona a la cantante, no pude resistirme a preguntarle por sus años junto con Fernán Gómez, con el que había tenido dos hijos. La Pradera fue escueta: «Mira, David, tú habrás oído decir que las parejas cuando se divorcian hacen separación de bienes, ¿verdad? Pues cuando Fernando y yo nos separamos hicimos separación de males». Como comprenderán no tardé ni cinco minutos en hacerme amigo de esa genia. Hablaba así a menudo, con frases puntiagudas, desvestidas de toda afectación donde se mezclaba el humor autoparódico con la chispa inteligente para recrear anécdotas memorables.
Desde entonces cultivamos una amistad de la que me siento afortunado, como tantos otros premiados en esa rifa. Unas semanas antes de su muerte llamé a María Dolores por teléfono. No me dejaba ir a verla a casa con mi amigo Luis porque era coqueta y no quería mostrarse en cama, con los huesos frágiles, ante dos hombretones como nosotros. Eso sí, por teléfono sonaba con la misma brillante ironía de siempre y, aunque arrancaba la conversación con cierta debilidad, terminaba en lo alto, contando chistes y anécdotas, porque era una narradora nata, frente a tanto plomo solemne. En la última conversación se despidió de mí, me dijo «esto se acaba» y lamentó que no nos hubiéramos conocido muchos años antes. Yo la tranquilicé, realmente hemos tenido suerte porque quizá lo normal es que no nos hubiéramos conocido jamás. Luego me preguntó por mi madre, a la que le presenté en un concierto y definió como la madre más joven que había conocido en su vida. Tenía la Pradera ese don para adjetivar con ingenio y para proponer una corriente de buena vibración cuando quería.
La recuerdo en muchas cenas sacando para leernos un prospecto de medicina donde se advertían las contraindicaciones y efectos secundarios en una lista enorme que terminaba con esta coda: «Este medicamento también podría causar la muerte». Le encantaban los prospectos médicos porque una vez, estando casada con Fernando, se había muerto una tía de él por culpa de un prospecto y gracias a eso habían heredado. Al parecer, la anciana había pisado un prospecto tirado en el suelo de casa y al resbalar se había pegado tal trompada que se mató. Otro día contó que, camino de una emisora de radio, un taxista al reconocerla le dijo: «Mire, yo a usted la odio. Mi mujer y mi hija la adoran, la escuchan a cada rato, pero yo a usted, a título personal, la odio». Y cuando reprodujo la conversación en el programa de radio, la locutora famosa, enardecida y brutal, quiso localizar al taxista y expulsarlo del gremio, pero la Pradera lo defendía entre carcajadas plácidas. No puedo dejar de reír al evocarla, porque eso fue, un bombazo de inteligencia ácida bajo el disfraz de gran dama de la canción española.