El misterio de la cultura
Artículos de ocasión
Resulta curioso que se hable y se especule tanto en la hora del nombramiento de un nuevo ministro de Cultura. En cada relevo en la cartera de Cultura hay un revuelo de nombres que tiene más que ver con los deseos colectivos que con las exigencias del cargo. Habría que preguntarse, antes de nada, qué significa ser ministro de Cultura en un país como el nuestro, que, al contrario de Francia o Portugal, mantiene una tirante relación con su propio organismo cultural. Cuando salen a colación nombres de gente conocida en las quinielas de ministrables, en realidad lo que se pretende es dotar al cargo de un perfil público respetado, algo que en el subconsciente colectivo remite al nombramiento por parte de De Gaulle de un intelectual de la categoría de André Malraux para reconstruir la cultura del país vecino tras la humillación de la Segunda Guerra Mundial. Malraux continúa siendo el ejemplar más notable de la política cultural, pese a que en la misma Francia le sucedieron en la cartera gestores muy avispados como el recordado Jack Lang, que bajo el mandato Miterrand se obsesionó porque la cultura francesa recuperara el sitio que el colonialismo cultural anglosajón había arrasado.
En España, muy lejos de estas disquisiciones de verdad esenciales, todo acaba en anécdota. Porque los nombres barajados en cada ocasión no dejan de ser cotilleo. La clave estaría en lograr que un ministerio de Cultura funcionara como correa de transmisión entre la creación viva de los artistas y el farragoso mundo del dinero y el poder. A todos nos resulta razonable que la industria y la empresa, el deporte y la ciencia sean sectores primados en su desarrollo. La sociedad reconoce la valía de ámbitos como los nombrados en la construcción de una idea de país. La cultura, en cambio, sigue o marginada o sumergida bajo la peleíta del concepto de subvención. Si acaso la cultura resulta cómoda cuando está muerta. Goya y Quevedo ya no resultan tan hirientes hoy como lo fueron en vida, ni Cervantes ni Picasso provocan urticarias en el poder, pueden ser exhibidos como cabezas de ciervo cazados por los fusiles de la historia. Son los vivos quienes hablan, se expresan, crean, fabrican piezas que a ratos tocan las narices o incomodan y entonces el sector entero se convierte en un terreno que mejor no pisar si no es en alguna alfombra roja vacía de contenido pero llena de piernas bonitas, zapatos de tacón y desfile de marcas.
Desde el ministerio se puede hacer mucho por conseguir que la empresa privada participe en el desarrollo cultural. Becas, espacios de creación, inversión rentable, programas de mecenazgo, participación activa tendrían más hondura que tanto premio y galardón para lucir logotipo. El sueño es una sociedad que se presente orgullosa de su cultura. Hace pocos días Francia presumía en una fiesta de su poderío renovado en la música electrónica, España si acaso es noticia por procesar las letras de jóvenes airados aún sin forjar en las galerías mineras de la rima imperecedera. Hace pocas semanas nos enteramos de que la primera decisión de la renovada empresa Naturgy, que viene a ser el nombre reciente de la clásica Gas Natural, había retirado todo su plan de promoción en el campo cinematográfico. La salida de capital español para abrir hueco a una firma de capital riesgo internacional los redirige hacia la extracción de beneficio al menor coste posible. De este modo, festivales de cine, publicaciones, muestras, pequeños cortos de matiz publicitario que daban empleo a profesionales se quedaron sin fondos. Me recordó al día en que una marca de cervezas canceló el programa sobre músicos que grabábamos para la televisión porque necesitaba invertir más dinero en fútbol. Nadie da noticia de desastres así. Como afecta a la cultura a nadie le importa un carajo. Desincentivar el empeño por fabricar obra artística y memoria de los sentidos es un daño irreversible que pagaremos durante siglos, pues España me temo que aportará poco a lo que de verdad perdura, que suele ser el talento creativo y el vestigio artístico. De las pinturas de Altamira a los Desastres de la Guerra, no cabe duda de que la mano de un pintor nos coloca en el mundo por los siglos de los siglos.