¿Por qué llamas a mi novia?
¿Por qué llamas a mi novia?
Palabrería
Contestador. Suena el móvil a lo lejos. Corro como un chucho al que le lanzan un palito. No llego a tiempo. Llamada perdida. Número privado. No dejan mensaje en el contestador. Si quieren algo, ya telefonearán.
Tentación. Al poco rato, el timbre del teléfono violenta otra vez la intimidad, la paz de una tarde de verano. Número privado. ¿Lo cojo? La tentación es dejar que ladre ante mi indiferencia.
Urgencia. Pero ¿y si es algo apremiante? ¿Y si padres o hijos están en apuros y llama un desconocido para alertar? Dos trompetazos seguidos en tan poco tiempo son una pauta de urgencia.
Excusa. Descuelgo. ¡Cagada! Otra vez he caído en la trampa de una compañía telefónica o de una empresa de encuestas. Comienzo a planear la excusa: no me interesa, no tengo tiempo… El hombre al otro lado –en algún lado– me perturba: «¿Quién eres? ¿Por qué llamas a mi novia?».
Consumo. Estoy preparado para escaquearme de una oferta de cambio de línea o sobre hábitos de consumo, pero no de: «¿Por qué llamas a mi novia?». Con inesperada amabilidad le digo que se ha equivocado de número.
Pacificador. «Imposible, llamo desde su teléfono». Está excitado. Intento razonar: «¿Y qué?». Insiste: «He hecho rellamada. ¿Por qué llamas a mi novia?». Aún tengo el ánimo pacificador y creo que el tipo está echando un cable a su novia, protegiéndola de un acosador: «Debe de haber un error. Desde aquí no ha salido ninguna llamada».
Aventura. Enseguida me doy cuenta del disparate. Dice: «Esto es muy importante para mí». Para él. No para ella. No parece enfadado, no grita. El tono es triste. Alguien derrotado. La siguiente frase asusta: «Si tienes una aventura con ella, no quiero saberlo».
Privado. Me siento profundamente violentado. Alguien que no sé quién es, enmascarado tras un ‘número privado’, me acusa de acostarme con una extraña. Mi asombro es un lugar común: «¿De qué me estás hablando?».
Chalado. La temperatura de la conversación sube algunos grados y de la entonación llorona pasa a la agresiva: «¿Desde cuándo os acostáis?». Mi pareja se ha acercado porque estoy alzando la voz al intentar razonar con un chalado que me culpa de montármelo con su novia. Vuelvo a negar.
Ridícula. La cosa no puede ser más ridícula y comprometida: ante mi mujer, refuto tener sexo con la novia de un anónimo. Insiste: «¿Por qué te estás viendo con ella?». Lo mando a la mierda y cuelgo.
Madrugada. Temo que vuelva a llamar. ¿Puedo bloquearlo? ¿Me perseguirá hasta la madrugada? No entiendo qué ha pasado. Mi mujer lo argumenta con un razonamiento imbatible. No es lo que yo pensaba, sino lo contrario. Él no la ayuda, sino que la controla.
Ajeno. Lo descubro como a un tío peligroso, alguien capaz de sustraer lo ajeno y de invadir –violar– la intimidad de una mujer. Creo que mi pareja acierta en la reflexión: «Le ha cogido el teléfono y ha empezado a incordiar a los desconocidos». Pudiera ser.
Cuernos. En un descuido, se ha hecho con el aparato a la búsqueda de sospechosos, hurgando donde no le corresponde. Lo más probable es que otras personas –hombres– hayan tenido una conversación similar a la mía. Telefonea, supongo, y si al otro lado aparece una voz masculina, lo culpa de ponerle los cuernos.
Venenoso. El energúmeno tiene razón: debo de conocer a su novia. Espero que exnovia. Hay que alejarse de tiparracos como él: posesivos, venenosos, asfixiantes, celosos, paranoicos. Por alguna razón –¿trabajo?– ella tiene mi número. Si no, ¿cómo pudo él lanzarme la pedrada?
Fisgonear. Querida misteriosa: tienes al demonio en casa, alguien capaz de hacerse con tu móvil, fisgonear en tu vida privada y molestar a inocentes. No sé con quién te acuestas. Me da igual. Pero, por tu seguridad, que no sea él. n