Los audios de la Señora

Palabrería

Limosna. Era una mujer con grandes influencias y que había hecho de las relaciones sociales el oficio, el sustento, la riqueza. Se dedicaba a presentar a personas que, según su instinto, congeniarían, aunque procedieran de mundos distintos, con la condición de que fueran poderosas. Pensaba que cierto comisario tendría que conocer a cierta juez y establecer una simbiosis que, de un modo colateral, pudiera beneficiarla. ¿Qué sacaba? Que si cierto comisario y cierta juez simpatizaban y colaboraban, ella podría pedir un favor a ambos y, dependiendo de la intensidad de la relación, más de uno. El intercambio resultaba más rentable que el dinero porque siempre multiplicaba el capital. El cobro inmediato era limosna en comparación a cómo podía rendir la asistencia a largo plazo.

Piscina. La Señora, así se la conocía, recibía a veces en su casa, un ático gigantesco en un barrio de perros pequeños y coches grandes. Abría el salón para organizar cenas suculentas en las que eran abundantes los licores y discretas, las rayas de cocaína. Mezclaba –en grupos de diez y en torno a una mesa imperial– a príncipes de las cloacas con personajes pertenecientes a las altas instancias del Estado, añadía a algún empresario muy rico a punto de la quiebra y a políticos con cinco o seis másteres y con ganas de sumar una piscina a su residencia. Unos salvaban a otros –y de forma recíproca: quien requería auxilio hoy era mañana un protector– mientras ingerían chuletones y rebajaban con litros de champán la comunión con la hemoglobina.

Chanchullo. La avaricia pudo con la Señora, que quiso protegerse –y aumentar los ingresos y la influencia– con una idea peligrosa, pues, de descubrirse, el negocio de la discreción quedaba fulminado. Llenó aquel salón donde flotaban los chismorreos jugosos con micrófonos para asegurarse la jubilación. Los pendrives eran un seguro, intercambiables por dinero en una cuenta segura en el extranjero, para facilitar una nueva identidad o para librarse de la cárcel, ya que ella no era ajena a los chanchullos y había pateado la ley en multitud de ocasiones. Beneficiaria ella misma de las confidencias, se había aprovechado de la información privilegiada para cerrar ventajosas transacciones.

Putrefacción. Intentó varios chantajes simultáneos: a un ministro por el audio en el que descubría su afición por los menores, a un empresario que contrató a un sicario para liquidar a un rival, a la presidenta de una entidad bancaria que obligó a los empleados a repartir activos tóxicos con la plena conciencia de que dejaría en la ruina a los pequeños ahorradores. Lo extraordinario de las grabaciones era el tono jocoso en el que transcurrían, sin que ninguno de los participantes se alterara con la indecencia y la putrefacción de las revelaciones.

Reían y jaleaban a los corruptores como si lo declarado fuera inocente y edificante, conversaciones perfectamente registradas con aparatos de precisión situados en lugares estratégicos.

Burdel. El ministro al que le gustaban las menores y que tenía plaza fija en un hotel de Tailandia la recibió en su despacho oficial, algo que incomodó a la Señora porque pensaba que aquel asunto merecía la reserva de un lugar en sombras. La desconcertó la sonrisa del ministro, más propia del té con pastas y la charla banal que de las atrocidades en burdeles del sudeste asiático. Cuando ella le exigió la persecución de un enemigo a cambio de no desvelar el audio, él pulsó en el móvil la tecla de reproducción de la grabadora: la Señora decía con voz muy clara que había sido amante de un prócer del Estado, escándalo que acabaría con la carrera del macho, católico de confesión –y pecado– diario.

Intriga. Ante la sorpresa arrítmica de la mujer, con los tacones a punto de quebrarse, el ministro le desveló un secreto a la reina de las intrigas: cada invitado disponía de reproducciones similares, conjurados para protegerse los unos de los otros. Con este sistema, las acusaciones se anulaban, miles de audios que comprometían y liberaban a todos por igual.

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