La reforma audiovisual
Artículos de ocasión
La trifulca de las nuevas plataformas audiovisuales con las salas de cine va a prolongarse en los próximos años sin que tenga demasiada profundidad. La situación es sencilla. Ante un sector que vive de la venta de entradas en taquilla y otro sector que vive de las altas de suscriptores en sus canales exclusivos no puede haber nunca acuerdo. Lo que podrá existir es regulación, que es la base del mercado. Pero, en el fondo, nadie quiere enfrentarse al verdadero núcleo de esta disputa. Sin películas, no estaríamos hablando de cómo explotarlas. El problema es que, para hacer películas, los productores necesitan aspirar al reingreso de lo gastado. De ahí nacieron en Europa las ayudas al cine, que son incentivos industriales para promover el empleo. Su concepto es muy sencillo: si te gastas tu dinero en hacer una película, el Estado te ofrece la posibilidad de reintegrarte algo menos de un tercio. Este sistema, que en países del entorno se aplica con rigor, en España está siempre bajo cuestionamiento, pues tanto en industria como en agricultura somos aficionados a trampas contables y atajos para gastar menos de lo propio y sobrevivir con lo público. Pero en su origen es bastante decente, no se trata de ayudas de carácter cultural, sino empresarial, incentivos al empleo y el desarrollo industrial.
El problema de los últimos años es que el productor de cine se encuentra incapacitado para recuperar en la taquilla de salas su parte de la inversión. Por ello, las películas necesitan sumar la venta a televisión para recuperar el gasto. Ahí es donde nació el conflicto, porque las televisiones, obligadas por ley a gastar un mínimo porcentaje de sus ingresos publicitarios en adquisición de cine europeo para la pequeña pantalla, presionaron para lograr convertirse en productores y dejaron de ser compradores. Financian sus propias películas y les suman su enorme potencia mediática en la promoción. Del resto del cine producido en ese año no adquieren nada, abusando de una posición dominante que nadie se atreve a regular. Cuando surgen las plataformas digitales de televisión, el cine lo festeja, claro, porque significa que puede volver a vender derechos de emisión de sus películas. Pero poco a poco cada plataforma crea su propia línea de producción y vuelve a plantearse la misma situación: o las películas son mías o no me interesa programarlas.
El futuro del cine está amenazado si el canal de exhibición domina en la producción. Todos repasamos la oferta de películas de las plataformas audiovisuales que pagamos mensualmente y hemos comprobado que su catálogo es menor, poco transparente y limitadísimo. Lo va a ser aún peor en años venideros, pues los estudios de Hollywood y los potentados locales que han acumulado un gran número de títulos aspiran a crear sus propias plataformas. La sala de cine, mientras tanto, aunque en recesión, mantiene su pequeño ámbito de libertad de oferta, pero hace bien en luchar por su existencia. Ojalá lo logren. Sin ellas, el poco cine independiente que puede verse desaparecería del todo. Y finalmente llegamos a la cuestión de futuro, que más importa. La profunda reforma del mercado audiovisual tendría que darse en la oferta doméstica que asociamos a la televisión, aunque ahora incluya otras pantallas, pantallitas y móviles. Hemos visto desaparecer la posibilidad de que el cine clásico de calidad se pudiera ver en la tele con naturalidad, como ocurría antaño. Al público se le quiere transmitir una sensación de catálogo universal, pero nada más lejos de la realidad. La reforma pendiente obliga a un formato más parecido al de tienda Amazon que al de las plataformas actuales donde el emisor quiere ser dueño de lo que emite. Si nacieran verdaderos intermediarios, bajo un marco antimonopolio imprescindible, el espectador podría buscar cine como busca libros y otros productos en páginas de venta, donde el negocio se comparte entre los fabricantes y la comercializadora. En el caso del cine no perjudicarían a la sala, como sucede con las librerías, puesto que bastaría una ventana de explotación en cine reservada durante algunas semanas para preservar la convivencia. Este paso adelante podría salvar al productor independiente al incorporar un ideal de explotación moderna y sinceramente universal frente al delirio de control monopolístico en el que vivimos hoy en día.