«¿Me quieres’. Plinc. «Te odio»

Palabrería

Nimiedad. Vio el móvil al atravesar aquel ensayo de plaza, placita más bien, con un viejo y enorme pino y algunos arbolitos que el ayuntamiento había plantado hacía años y que apenas estaban desarrollados. Cruzaba a diario la nimiedad y se preguntaba por qué el avance de los árboles era tan lento, sospechando que salían manipulados del vivero para contener la frondosidad y ofrecer al ciudadano la garantía de una vegetación apaciguada. El pino, sin embargo, tenía las raíces hundidas en el barrio. El tronco estaba retorcido, lo que demostraba una existencia anterior a las brigadas de jardineros municipales. Era un superviviente de un tiempo menos pautado.

Monolito. El pino, tres arbolitos, dos bancos y las inevitables mierdas de perros, que colonizaban el espacio a pesar de la responsabilidad de tantos propietarios y al descuido de muchos otros. Vio el móvil en uno de los bancos, un monolito negro sobre el verde descascarillado de la pintura. No había nadie en los alrededores. La placita era un lugar de paso: sus dimensiones no atraían a los niños ni a los viejos. Los perros solo cagaban.

Repliegue. Lo cogió y alzó la vista de nuevo en busca de alguien que pudiera haberlo perdido, imaginando a un hombre o una mujer con un rictus de desesperación avanzando por alguna de las calles que desaguaban en la placeta para mutar con el alivio de lo reencontrado. Ninguna de las personas en las proximidades parecía haber perdido un objeto tan valioso que algunos consideraban ya parte del cuerpo, por encima incluso del repliegue de la oreja, de discutible papel anatómico. Lo primero que le vino a la cabeza era depositarlo en una comisaría, aunque no sabía de ninguna en los alrededores. Recordaba también lo que le había pasado a un amigo que se comportó como un buen samaritano. Al bajar del coche encontró un móvil en el asfalto, que a punto estuvo de pisar –sorprendentemente salvado, además, del paso de las ruedas–. Lo llevó a la policía por si el dueño o la dueña llamaba y supiera dónde ir a buscarlo –eso que se hace en casa: autotelefonearse para saber en qué rincón se olvidó–. Tardaron una hora en atenderlo, y de muy mala manera, y después le exigieron los datos personales porque, según la ley, al cabo de un tiempo, si nadie lo reclamaba, pasaba a ser de su propiedad. Él quería ahorrarse esos trámites. Decidió guardarlo en la mochila a la espera de recibir el telefonazo rescatador.

Fisgar. Pasó el día sin que nadie se hubiera puesto en contacto con él. Ya en casa decidió fisgar, seguro de que necesitaba una clave para acceder. No fue así: solo tuvo que apretar un botón para que la pantalla borrara el negro. Buscó alguna pista que le permitiera conocer la identidad del extraviador. La lista de teléfonos era escueta y ninguno de los nombres estaba marcado de forma relevante (con esa A, AA o AAA que colocaba a la familia o a otros seres importantes en primer lugar). Las únicas aplicaciones en el rectángulo eran Shazam y WhatsApp.

Mensaje. «Tranquilo, ya llamará», pensó, y dejó el smartphone sobre la mesa. Al momento, se iluminó con un mensaje. «Ahí está», se dijo. Pero no. «Sigo cabreada contigo». Plinc. «¿Por qué dijiste aquello?». Plinc. «Vete a la mierda». Plinc.

Chutar. La interlocutora era una mujer aunque no se deducía, por las frases, a quién hablaba ni de qué sexo era. Se sentó a la espera de que sucediera algo más, sin saber cómo comportarse. Pasó más de una hora antes de que aquello comenzara a chutar. «¿Me quieres?». Plinc. «Te odio». Plinc. «Te quiero». Plinc. «No quiero volver a verte». Plinc. «¿Por qué no dices nada?». Plinc. «No me hables». Plinc. «¿Por qué no contestas?». Plinc. No podía permitir que siguiera sufriendo. Comenzó a escribir. «Yo también te quiero. Te echo de menos».

Desconocida. Estuvo hasta la madrugada conversando con la desconocida sobre intimidades por WhatsApp. Se levantó contentó. Se afeitó, se duchó, se engalanó. Había quedado con ella en la placita, bajo el pino. Estaba seguro de haber encontrado al amor de su vida.

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