Paracaidista en tierra hostil
Palabrería
Tosquedad. En aquel territorio, el partido de derechas había ido perdiendo votos y a punto estaba de alcanzar un nuevo estado de la materia que no era ni el sólido ni el líquido ni el gaseoso, sino la pura invisibilidad. En el pasado intentaron estrategias inútiles, reemplazando candidatos elección tras elección como si jugaran a la lotería política. Habían probado desde la civilizada contundencia del liberalismo hasta la tosquedad ultramontana y, a pesar de que el mejor resultado lo obtuvieron al suavizar las formas, insistían en la ideología del porrazo. Aquella gente indisciplinada, a decir del nuevo líder, un hombre de formas tan apretadas que a diario le regalaban fármacos antiestreñimiento, merecía más el ceño que la sonrisa.
Toxina. Lo cierto es que la gran mayoría de los habitantes de la zona no sintonizaba con el programa que defendía la formación, no tanto por las toxinas reaccionarias, sino porque se los consideraba la delegación de un partido estatal, cuyas decisiones eran tomadas a cientos de kilómetros y desintonizadas de las necesidades reales y particulares de los votantes. Los líderes nacionales apenas abandonaban la capital y esos despachos o reservados de los restaurantes donde se envenenaban los unos a los otros con incesantes conspiraciones, y cuando muy de tarde en tarde viajaban para conocer las diferentes comunidades, siempre lo hacían con el aire caprino del conquistador y mal asesorados por los cabecillas locales, que solo les mostraban lo que querían ver: banderitas y ufanos militantes con las mejillas arreboladas por darle al vino peleón y a la carne de cerdo a la parrilla.
Patriota. El jefe del partido se dijo que esta vez no fallarían y que enviarían a las provincias díscolas al último de los fichajes, ¡una mujer!, no, no, más que una mujer, ¡una supermujer!, ¡una intelectual!, ¡una aristócrata!, ¡una tertuliana!, ¡una campeona de kick boxing!, ¡una domadora de leones!, ¡una torera!, ¡una exploradora del Ártico!, ¡una cirujana cardiotorácica!, ¡una investigadora del cáncer!, ¡una astronauta!, ¡una arquitecta de rascacielos!, ¡la amiga de Hércules, la prima de Aquiles y la socia de Wonder Woman!; y, por encima de todo y ante todo y detrás de todo, ¡una patriota!
Belicosidad. Durante el primer debate electoral, los contrincantes de ambos sexos le echaron en cara su condición de paracaidista, que era como se conocían en la jerga a los extraños lanzados a tierra hostil. Los paracaidistas, a veces, se quedaban colgados en los árboles, sin llegar a tocar el suelo y eso, le venían a decir, era lo que le sucedía a la candidata, que estaba demasiado lejos de la realidad, puesto que solo había habitado el lugar como turista o de modo vicario, a partir de la experiencia de otra persona, amigo, cómplice, pareja. El conocimiento por contagio no era exactamente igual al conocimiento por inmersión. Ella no se arredró y sacó el rostro de la Gorgona y los dejó petrificados. La belicosidad era superior a la de cualquier predecesor. Si tenía algún plan para gobernar, no lo explicó y las diferentes intervenciones y choques con los contrarios podían resumirse en una frase: «Soy una patriota y, por si no queda claro, soy una patriota».
Yema. La campaña fue avinagrada, oscilante entre la fiereza de la paracaidista y las meteduras de pata por seguir colgada del árbol y sin saber exactamente qué sucedía abajo. Fue aplaudida en tertulias y artículos de periódicos, siempre halagadores con la novedad y por si esta vez el partido había acertado con la candidata y podían estar a bien con ella y su valedor. Pero no fue así. Se estrelló como un huevo mal colocado en la sartén, incapaz de mantener la yema. A los votantes no les gustó su comportamiento de virreina. Los resultados fueron pésimos: la invisibilización siguió con la pérdida de extremidades y diputados. Como recompensa, la premiaron con una embajada, en la que la paracaidista cayó con suavidad, amortiguada por las burbujas del champán y la nostalgia por la patria.