Peligros de la hipercrítica
Artículos de ocasión
Tuve un amigo hipercrítico. Era una persona que allá donde los demás veíamos un hermoso amanecer, él atisbaba el calentamiento del planeta. Donde los demás apreciábamos una tarde de lluvia, él hacía previsión de inundaciones. En la vida personal fue incapaz de nada porque en todo veía, quizá con razón, sus derivas fraudulentas. Un día le dije: «Querido amigo, vivir es un fraude, pero el que no está dispuesto a dejarse engañar carece de alternativa». Siempre tuve un enorme respeto por las personas precavidas. Los soñadores han llenado el mundo de tumbas muy estéticas. Pongo siempre como ejemplo a Charles Darwin. Este señor analista y sabio, cuando vio llegada la hora de casarse, sacó un papel en su despacho y sobre la mesa escribió en dos columnas su futuro. En el lado derecho anotó las ventajas de vivir en matrimonio con su prometida. En la izquierda enumeró las desventajas. Lo hizo sin engañarse ni caer en el cinismo, lo hizo con un análisis certero y preciso. Ese papel, por desgracia, no cuelga enmarcado en ningún museo, pero es la estampa viva de una mente científica. Y Darwin, que era inteligente, terminó por casarse. Mi amigo no, no terminó nada, era hipercrítico. Acabó, como otro conocido al que quise mucho, enfebrecido por teorías conspiranoicas. Donde los demás veíamos el egoísmo, la indecencia, la zafiedad de algunas personas, él veía una confabulación perfecta de mentes dañinas organizadas por un visionario.
Me he acordado de mi amigo hipercrítico en los días posteriores al incendio de la catedral de Notre Dame. Hoy en día vivimos de arrebatos. Los sucesos se han convertido, para mal, en el nutriente de la prensa. El suceso, como el crimen y el accidente, es la ruta más fácil para imponer el miedo. Pese a que los crímenes son minoría en el orden social, sin embargo, algunos han conseguido que vivamos espantados, buscando protección permanente, subcontratando a degenerados para que mantengan a raya el mal que supuestamente nos acosa. Lo mismo sucede con las noticias culturales y artísticas que desde hace años solo responden a muertes o premios, ambos accidentes de carrera. Por eso toda la gente con talento se ha puesto a competir por premios y por la inmortalidad y da penita vernos, ahí, a escritores, cineastas, artistas plásticos jugar nuestra carrera como si fuera un trofeo de tenis. Así también el incendio de Notre Dame provocó una cascada de pensamientos inmediatos sobre la arquitectura medieval, el patrimonio histórico y la degradación de las ciudades. A mí me hirió que la quema de Notre Dame causara tanta emoción y que, sin embargo, los dos chalets preciosos que acaban de destruir en mi barrio en Madrid para hacer unas construcciones patéticas no hayan merecido ni una amonestación estética por parte de las autoridades y el vecindario. En esto consiste la sumisión al orden ajeno.
Pero si algo ha resultado chocante tras la crisis del incendio de la catedral del mundo, como podría llamarse a la de París, ha sido la hipersensibilidad disparada frente a las donaciones de las grandes fortunas francesas para la reconstrucción inmediata. A la histeria colectiva le responde siempre una histeria caritativa. Esto no se puede evitar. Pero toda la gente que ha corrido a decir que cómo es posible que haya dinero para restaurar la catedral, pero no haya dinero para salvar a los inmigrantes que se ahogan en el Mediterráneo o la pobreza generalizada en el mundo ha hecho trampas. Hay males continuados, que se desarrollan en el planeta a velocidad de crucero y cuya solución no está en un arrebato de caridad. En cambio, la reconstrucción de un icono de París sí merece un latigazo voluntarioso y puntual. Es así, lo queramos o no. Funcionamos a empujones. Despreciar caridades puntuales porque no existe un plan global es un atajo inmoral para no hacer nada. Quien da una moneda a un mendigo no pretende salvar el mundo ni repara en si eterniza una vida degradada. Lo da porque lo siente en ese instante, censurarlo es caer en la hipercrítica. Un mal de nuestro tiempo por el cual nada es corregible, nada es saludable, nada es defendible. La hipercrítica es decirle a un niño que pinta un monigote que no llegará a ser Picasso. ¿Y qué más da? ¿Acaso a él le importa? El hipercrítico busca que nada se mueva porque su miedo lo quiere para todos.