Unos tomates de muerte

Palabrería

Arcilla. Estado de Washington, 2020. El huerto de la señora Clark era la envidia del vecindario. Llenaba cestas y cestas con una producción abundante y exquisita. Con solo unas pocas hectáreas conseguía un rendimiento que asombraba a los agricultores más veteranos y curtidos, aquellos con manos de arcilla cocida y rostros de madera tallada y un rencor eterno a la meteorología desordenada. Tomates carnosos y de mejillas rojas (entre la provocación y la vergüenza), pimientos verdes del tamaño de brazos adolescentes, cebollas que al salir de la tierra enseñaban las suculentas intimidades, zanahorias puntiagudas igual que puntas de lanza, judías verdes que inclinaban la planta por el esplendor con el que crecían.

Envidia. La competencia se preguntaba cómo conseguía aquellos monumentos vegetales y aún estaban más intrigados –y poseídos por una indisimulada envidia– los campesinos con los que lindaba su propiedad: ¿por qué unos metros más allá el comportamiento de las hortalizas era tan distinto?, ¿por qué las de la señora Clark se desarrollaban superando las tallas convencionales? Si alguien se atrevía a preguntarle, ella tenía una respuesta estudiada: «Pasa exactamente igual que con el vino. Hay fincas colindantes que dan calidades distintas, parcelas muy especiales de la que salen tintos o blancos que cuestan grandes cantidades de dinero. Por suerte para los compradores, vendo las zanahorias a precios similares a los de todos los demás, no como lo que son, un Grand Cru. ¡Debería cobrar cinco veces más!».

Bodegón. El único punto de venta de la señora Clark era el mercado dominical. No necesitaba más. Si algún gran cocinero anhelaba su género debía madrugar, y así pasaba: un par de chefs superestrellas se presentaban algunos domingos por el puesto para abastecerse con lo que uno de ellos calificaba, con cursilería y afectación, como «un bodegón digno de Arcimboldo».

Hogaza. La señora Clark agotaba las existencias con rapidez, que no eran pocas a pesar de la insignificancia de su terreno en comparación con las posesiones de los competidores. A primera hora, cuando el sol aún era una promesa, organizaba la mercancía en bonitos capazos. Los primeros compradores se acercaban cuando estaba oscuro y antes casi del primer café y del primer bostezo estaba ya todo agotado. Entonces, la señora Clark se paseaba por aquella feria entre los entoldados aún por estrenar de los rivales –sin ánimo desafiante pero con orgullo– y llenaba sus bolsas con quesos y embutidos artesanos y alguna botella de vino natural y mermeladas y setas y hogazas de pan y se sentía estupenda y valorada entre hombres y mujeres hermosos y pudientes que acudían al mercado con una mezcla de responsabilidad y obligación social y rebosaban la despensa con cualquier cosa que llevara el sello ecológico, sin advertir, algunas veces, la fraudulenta picardía de quien despachaba.

Alfalfa. La señora Clark ocupaba gran parte de su tiempo semanal en la preparación del abono. Antes de convertirse en hortelana, había sido una científica eminente, impulsora de una ley estatal que permitía el uso de compost humano y que había firmado el gobernador. Gracias a un proceso de descomposición exprés, la abuela o el tío podían convertirse en un tris en humus, sin expulsar a la atmósfera el tan dañino dióxido de carbono procedente de la cremación, en armonía con ese ecologismo acometedor que la señora Clark fomentaba. Los primeros cadáveres habían sido fáciles de conseguir gracias a sus viejos y oscuros contactos con la Facultad de Medicina, que le proporcionaban cuerpos tras entregar una considerable cantidad de dinero. Los metía en una cámara de compost durante cinco semanas junto con materia orgánica –madera, alfalfa y paja, que liberaban una gran cantidad de hidrógeno y carbono y aceleraban el proceso– y recuperaba una materia negra y esponjosa que cargaba las semillas de nutrientes y, si se quería pensar de una forma mágica, de las vidas y experiencias de los fallecidos.

Compost. Preparó los carteles para el siguiente fin de semana. «Estos tomates están de muerte». «Zanahorias del más allá». «Lechugas que te resucitarán». Después removió el compost con la pala, esforzándose en hundir los restos de esa pierna que no acababa de deshacerse.

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