Nunca entré en Chernóbil

David Trueba

Nunca entré en Chernóbil

Artículos de ocasión

Para los que teníamos quince años cuando la catástrofe de Chernóbil​, aquel lugar ha quedado marcado en nuestra memoria como un icono geográfico. La fuga radiactiva ocupó un sitio destacado en nuestros terrores favoritos. Ya nunca fue igual nuestra relación con las estrategias energéticas, que percibimos como corruptas e interesadas. La desconfianza se estableció como protección básica frente al desarrollismo salvaje. Y por más muestras de solidez que han dado los avances técnicos, la catástrofe de Fukushima revivió nuestros peores fantasmas con respecto a lo nuclear. En Chernóbil, además, se unían las esforzadas maniobras de un estado corrupto que trató de ocultar información, manipularla y finalmente sacrificó a su gente sin concederles ni tan siquiera el privilegio del victimato. Nada, no hubo piedad para ellos. Eran solo fichas de un sueño aterrador que terminó por sucumbir pocos años después para dar paso, ahora ya sin tregua, al paraíso salvaje de la explotación de los otros. Al menos, cayeron las máscaras y la gente entendió el mensaje. El hombre iba a ser un lobo para el hombre.

Hace años, en una novela, incluí un pasaje en el que un arquitecto paisajista recreaba el día de la fuga radiactiva de Chernóbil en su propia ciudad. Había detenido Barcelona en el instante mismo y fabricaba así un pequeño Chernóbil que acercaba a los visitantes de la instalación un terror que los había pillado lejano, pero que era más cercano de lo que creían. Ejemplificaba así la importancia de aquel suceso en la memoria colectiva. Ahora hay gente que se indigna porque el fenómeno masivo de una serie de televisión ha arrastrado un turismo de autofoto hacia la población de Ucrania. La muchachada se hace fotos en ese parque de atracciones con su propio túnel del terror real. No soy de los que tienden hacia la indignación, sino que siempre me ha parecido natural el morbo y la curiosidad de quienes no logran prestarse a ocupaciones más interesantes. Lo respeto y me parece normal que, frente a fotografiar tus pies en una playa y tu plato de salmón en el desayuno del hotel, algunos elijan darse un voltio por Chernóbil y retratarse con un medidor de uranio en la mano. Ha sido una serie la que ha traído esta nueva moda y, como los estados de opinión no se pueden frenar cuando vienen marcados por una tendencia arrasadora, es inútil enfrentarse. Las series son el nuevo entretenimiento por el que se sacrifican horas de vida. Ya pasará la moda, hoy por hoy es tan irrefrenable como el vuelo de bajo coste. Las ovejas atienden a la orden del pastor, qué le vamos a hacer.

Lo que me llama la atención de la serie sobre Chernóbil es que no haya habido ni una sola voz crítica que denuncie lo más obvio. ¿Es aún aceptable que una ficción sobre rusos y ucranianos sea interpretada por actores norteamericanos con ridículos acentos en inglés? ¿Todavía estamos en esa fantasía tan aceptable del Hollywood de hace casi cien años? Siempre les hago la misma pregunta a mis amigos cercanos. ¿Qué credibilidad le darías a una película rodada en Moratalaz donde unos actores españoles interpretaran a Kennedy, su esposa, Lee Harvey Oswald y el fiscal del distrito de Dallas? ¿No te resultaría grotesco ver una película donde Antonio Resines interpretara a Richard Nixon? Pues claro, contestan. Sin embargo, toleran por incapacidad crítica que eso mismo les venga impuesto por una ficción estadounidense. Ahí se acaba la discusión. Puede que en el pasado hayamos permitido que sucedieran cosas así por la incapacidad de la industria para desplazarse y coordinar un equipo artístico de nivel en poblaciones lejanas. Pero hoy por hoy ese recurso es patético. Me cuentan que los rusos han contraatacado con otro serial en el que los malos de la crisis nuclear trabajan para la CIA. Me parece la misma estupidez, pero revertida. Al menos, nos queda el consuelo de revivir el ejemplo de Juan Luis Galiardo, cuando contaba entre nuestras lágrimas de risa sus vivencias como actor de esos western rodados en las sierras españolas para consumo local bajo el nombre artístico de John Gali.

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