En primaria de cíborg

Pau Arenós

En primaria de cíborg

Palabrería

Chip. Durante años había envidiado a su perro por llevar un chip que lo convertía en un ser superior, en un superchucho, en un animal mejorado. Como humano, estaba a favor del cambio, aunque la evolución le parecía lenta. ¿Esperar millones de años para renovar partes de la anatomía? Imposible. La sociedad actual tenía prisa, estaba acelerada. Ni millones de años, ni miles, ni cientos, ni decenas, ni días ni horas. ¡Ahora! ¡Ya!

Racismo. Sin embargo, era un miedoso. Le aterraban los quirófanos y esa limitación le impedía acceder a transformaciones profundas, a implantes que no necesitaba para sobrevivir pero que le habrían permitido crecer y regenerarse. En el futuro, pensaba, la humanidad estaría dividida solo en dos clases: los poseedores de cuerpos enriquecidos y los poseedores de cuerpos sin extras. Y él no quería ser de los segundos, esos pobrecillos con las mismas prestaciones que el hombre primitivo. Intuía un cierto racismo, aunque no tenía claro si sería por parte de los humanos formateados hacia los humanos puros o al revés. Disfrutaba con las películas de ciencia ficción en las que los ojos mecánicos o las manos robóticas facilitaban a sus poseedores el éxito en las misiones. Ver más allá de lo visible y poseer un brazo indestructible. ¿Por qué se negaba a que le vaciaran un ojo si las ventajas de la modificación eran claramente superiores?

Epidermis. Ávido lector de noticias científicas en formato divulgativo, casi se le detuvo el corazón cuando supo que existían unos microchips –una evolución de la tecnología de pulga que llevaban los cánidos– que podía comprar por Internet y hacer que se los implantaran bajo la piel. Impaciente, se planteó coger el coche y desplazarse hasta donde fuera para adquirir el futuro, aunque se resignó a la irregularidad de los envíos postales. Cuando tuvo el kit en sus manos, se dirigió a un centro de piercings para que le instalaran el dispositivo que integraría en su epidermis. Aunque era un hombre del mañana, su presente se descubría alarmante: temía la sangre y las agujas y a desmayarse durante la punción. Para él, llevar un piercing o un tatuaje se presentaba más improbable que un desayuno en casa de Elon Musk.

Pellizco. La operación duró unos segundos y fue menos dolorosa que el pellizco que le daba una de sus tías cada vez que lo veía cuando era niño. Ya era el satisfecho portador de una cápsula de borosilicato en la que almacenaría la información. Envalentonado por no haber perdido el conocimiento, pensó en hacerse algún tatuaje conmemorativo,
aunque, al mirar de nuevo las agujas, la idea se contrajo.

Subcutáneo. Había leído que en lugares como Suecia, los portadores de la misma tecnología abrían las puertas del gimnasio con solo desplazar la mano mágica, y ese mismo movimiento también les permitía acceder a la vivienda o al transporte público. El poder del suyo era más limitado y en nada diferente a lo que podía conseguir con el móvil, pero le ilusionaba estar en primaria de cíborg. Gracias a una app se comunicaba con los altavoces inteligentes de su casa y accedía al correo electrónico. Esperaba hacer pagos de forma inmediata y también establecer un diálogo con el dispositivo subcutáneo del chucho.

Pardillo. Cada vez que alguien se chutaba uno de los implantes, saltaba una alerta en los ordenadores de aquel discreto centro de operaciones. Otro pardillo dispuesto a entregarles gratis algunos kilos de información. De momento, los clientes principales de los biohackers eran las aseguradoras y pronto serían los bancos, los departamentos de recursos humanos y, sin tardanza, los gobiernos. Facebook o Instagram eran fuentes de las que manaban los datos sin parar, pero que alguien voluntariamente decidiera convertir su cuerpo en un chivato andante satisfacía a los piratas de una forma orgásmica.

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