Pantera rosa, porras y pistolas
Palabrería
Libertad. A una cierta edad, la nostalgia es una necesidad, piensa Sara, no un deseo. «Es obligatorio cumplir años para sentir las ausencias», dice a menudo. ¿Puede haber sentimiento de pérdida con solo quince años? No lo cree. Sara ha pasado de los cincuenta y echa en falta la adolescencia, aunque, si se sincera consigo misma, fue una edad pésima puesto que, en aquel tiempo con uniforme de colegio religioso y restricciones de la libertad, deseó ser mayor y dejar atrás los granos y las lágrimas sin motivo y los amores no correspondidos y esa sensación –ese ahogo– de que nadie, ¡nadie!, la entendía. La incomprensión es un combustible muy poderoso, y lo sabe porque vive con un par de adolescentes. A ellas les pertenece el futuro, mientras que Sara ya solo reina en el pasado. El presente es un tiempo en el que nadie quiere vivir. El presente existe para ser añorado. Esa inexistencia del presente, dice Sara cuando se pone estupenda, nos hace infelices.
Psicodelia. El despertar nostálgico ha tenido que ver con un aparato mecánico: le ha pasado ante una máquina de vending. Muy pocas veces se planta ante un dispensario de grasas industriales, pero una cierta ansiedad tras una reunión profesional difícil ha hecho que necesite un chute de azúcar. Ha buscado una barrita de cereales y la ha saludado la Pantera Rosa. En la niñez, aquel fue su pastelito preferido, cuando el concepto ‘bollería industrial’ aún no existía y ese tipo de productos eran un paso hacia la modernidad en un país con atraso político, y social, y cultural y deportivo y, y, y… Unas pocas monedas la han devuelto a la tiendecita frente a su casa y al mejor regalo que algunos días le hacía la madre sin pretenderlo: cuando por alguna razón la mujer no había podido prepararle el bocadillo del almuerzo, la mandaba a buscar alguno de esos dulces envueltos en plásticos de colores, y era como asomarse a la psicodelia en versión infantil. Ante ella, el Bony, el Tigretón y el Bucanero, pero la mano escogía la Pantera y el rosa de la cobertura, que seguro que le dejaba un rastro en las arterias.
Hueso. Al morder el bizcocho y sentir la crema, ha vuelto a las coletas y a los calcetines caídos. Desde aquellos votos renovados ya todo ha sido querer retener los setenta en una bola de cristal. Ha olido la nata de la goma Milán y ha tenido, de nuevo, el impulso de comérsela, ha preguntado si aún venden los rotuladores Carioca, ha pensado en los Airgam Boys de sus hermanos y de si estarán aletargados en alguna caja en la vivienda de los padres; ha buscado en las webs de los coleccionistas el álbum de cromos de Telestars, del que recuerda las pegatinas de Starsky y Hutch y aquel jersey abierto y largo de lana de color hueso.
Crucifijo. Sara es promotora de espectáculos y se le ha ocurrido organizar un festival centrado en la memoria a la manera de los exitosos Yo fui a EGB. A diferencia de ellos, Sara basa el programa en la realidad, sin dejarse llevar por los disfraces ni el endulzamiento. Su EGB tiene más que ver con el de 1970 que con el de 1997. El tiempo escolar fue una época dura que coincidió con la muerte del dictador y esa transición en la que las bandas de la ultraderecha paseaban porras y pistolas. En su plan hay números musicales y monólogos y pequeñas representaciones, un guion en el que aparecen escolares que rezan ante un crucifijo y maestros que pegan con una regla, jueces que condenan a homosexuales, curas que someten a familias, policías que torturan, verdugos que ajustician con garrote vil, militares que fusilan y dictadores que mueren en la cama, aunque no del todo. Al día siguiente de presentar el espectáculo a sus jefes, Sara es despedida. No pasa nada. Llevará su show a otras empresas, no sin antes añadir una sección dedicada a la libertad de expresión