Cien mil millones de neuronas

Palabrería

Sesera. Rafa siempre se siente examinado, incluso por sí mismo: por su cabeza. Como cualquier otro cerebro, se desenvuelve bien con los automatismos, pero el suyo se bloquea al darse cuenta de que está pensando, del acto de pensar. Cuando el cerebro es consciente de su existencia, de su ‘cerebridad’, comienza a comportarse como un mando a distancia a punto de consumir las pilas. Sin embargo, cuando el cerebro no se piensa, funciona como una maquinaria de precisión, algo común y que no da mayores problemas a siete mil millones de seseras. Repetidas veces, ha explicado eso a su psicóloga sin que ella lo haya entendido del todo y, lo peor, sin que le haya dado una solución. No quiere medicamentos entontecedores.

Arena. A menudo, cuando está a punto de dormirse, el cerebro tiene consciencia de la situación, sabe que en el siguiente segundo se apagará –otra vez el autoconocimiento– y se pone en alerta, lo que impide el sueño. Ya desvelada, la materia gris se ofusca y, aunque el cuerpo se declare vencido, en la parte más alta hay sacudidas. Rafa se imagina playas sin fin para engañar a cien mil millones de neuronas. No es fácil. Cien mil millones de neuronas contra cien mil millones de granos de arena y cien mil millones de gotas de agua.

Embrague. Rafa ha suspendido varias veces la parte práctica del carnet de conducir porque, cuando el examinador indica la derecha, él le da al intermitente izquierdo y, en turbia coherencia, lleva el coche en ese sentido. Si se concentra demasiado en la dirección («hay que hacerlo bien, hay que hacerlo bien», se dice mentalmente, «esta mano es la derecha, la de la cuchara, y esta, la izquierda»), desatiende lo demás y vuelve a caer en el suspenso por descuido. Tampoco es un hacha con el juego de pies: ¿qué es el freno, qué es el acelerador y qué es el embrague? Si le da muchas vueltas al sitio que ocupa cada pedal y cómo se desenvuelven los pies, yerra y clava el coche en seco.

Atributo. Lo que peor lleva es el desliz público. ¿Cuántas veces se ha equivocado ante la puerta de un lavabo femenino y otro masculino? Los iconos despistan más que ayudan y pasa un rato decidiendo a qué sexo corresponde cada figura calva sin atributos claros. A menudo ha entrado en el cubículo que no tocaba y solo la limpieza del espacio lo ha convencido de que allí no meaban machos. Las puertas de los bares y restaurantes también son un motivo de confusión. Rafa lee: «Tire» y empuja. Imagina gente a su espalda creyéndolo un asno. O lee «empuje» y tira, sofocándose porque la puerta no abre.

Bistec. Ha abandonado la práctica del ajedrez porque, comenzada la partida, está seguro de jugar con las blancas cuando, a la vista del otro jugador, mueve las negras. Continuamente tiene que buscar ejemplos para saber qué es un plano horizontal y qué uno vertical, y se lía y se sonroja por ello. Algunas veces, a la hora de la comida, con el plato ante sus ojos, duda de con qué mano coger el tenedor, y el tenedor y el cuchillo, e intenta desconectar el cerebro para que sus brazos sepan qué hacer. Desearía ser ambidextro para dejar las dudas. Después de errar, consigue cortar el bistec y llevárselo a la boca sin estar seguro de haber acertado.

Papeleta. La jornada electoral se levanta pronto. Quiere ir cuanto antes al colegio para solucionar la papeleta. Durante el breve recorrido desde su casa, va repitiendo: «Votar a la izquierda, votar a la izquierda, votar a la izquierda». El centro está concurrido. Ante las urnas, colas con tres o cuatro votantes. En una mesa, los montones con las opciones. Votar a la izquierda, votar a la izquierda. Fija los cien mil millones de neuronas en esa orden.

Desconexión. Ya en la calle, está contento por la decisión. Decide pasear un rato, se abstrae, la cabeza desenchufa y, en la desconexión, cortocircuitan las neuronas. ¡¿Y si ha votado a la ultraderecha?! Minutos después lo atropellará un patinete por haber confundido, una vez más, derecha e izquierda.

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