Beber para recordar

Palabrería

Trueque. Hemos brindado por Julia. Julia González murió en octubre. Su enfermedad fue brusca y destructiva como el rayo en el bosque. Desde hace años mantengo con Emilio Rojo, el marido de Julia, un trueque que es ventajoso para mí: publico un libro y, a cambio de un ejemplar, él me da una de sus botellas. El ribeiro de Emilio es uno de los mejores blancos que conozco –las puntuaciones que recibe son las más altas– y mis libros forman parte de la oscuridad de las estanterías. Nos acabamos de ver en una de esas comidas anuales que celebramos en Barcelona con Quim Vila, el negociant que sabe más de botellas que Baco. Teníamos que festejar que Emilio ha vendido su finca –que cuidaba con la escrupulosidad del jardinero de bonsáis– a Pago de Carraovejas y que seguirá asesorando el vino que lleva su nombre y que, antes de que sucediera lo inesperado, iba a disponer de tiempo para compartir con Julia. Y hemos acabado brindando por ella, horrorizados por la súbita desaparición.

Vapor. Emilio nos ha dicho que en primavera quiere ir al Japón porque le interesa el respeto y comprar un cuchillo «de acero al carbono como las catanas». Conversar con el viticultor es mezclar la lamprea con Nietzsche, que ha leído en el tren que lo ha trasladado desde Galicia. Doce horas desde Galicia es como si aún viviéramos en el siglo XIX y el tiempo estuviera arrastrado por el vapor.

Ferrocarril. Después de doce horas, el pasajero baja del ferrocarril en estado zen o con ganas de pelea. Emilio tiene sesenta y ocho años y su pugna siempre es dialéctica. Ha entrado en el restaurante con gorro rojo de marinero y una chaqueta verde: «Está fabricada con botellas de plástico». Y botas marrones, botas de piel buena y con punta: «Zapatos cada vez más italianos y más caros». Cuando lo conocí, en otro restaurante hace veinte años, llegó con botas de trabajo embellecidas con barro seco y la cabeza también cubierta con un gorro de lana. Alguna vez lo he visto con sombrero. Entonces, compartimos mesa rodeados de hombres con mando, trajes oscuros y corbatas de colores –es la fantasía que se permiten– y ambos nos sentimos náufragos.

Vendimia. Intercambiamos el libro negro que he escrito, Mi buen asesino, por el vino blanco. Iba envuelto en uno de esos papeles satinados que protegen los zapatos dentro de la caja. La pequeña tradición consiste en beber lo último que ha embotellado Emilio, pero esta vez no ha sido así. El 2017 tiene un gran valor simbólico: fue el último en el que intervino Julia, que, como siempre, pegó las etiquetas a mano. De la vendimia de 2019 ya se ha responsabilizado el equipo de Pago de Carraovejas. La enfermedad en verano. La muerte en otoño. Quim le dice: «Menos mal, porque tú no podrías haberla hecho». Y Emilio responde a lo Emilio: «Los racimos se hubieran quedado pudriéndose. Habría sido bastante elegante». Imagino las uvas y sus edades: desde la lozanía a punto de estallar las pieles hasta las pasas.

Melancolía. Emilio come poco. Y habla con ese modo tan suyo, en meandros. Su peluquero, tal vez un ser imaginado, aparece a menudo en las conversaciones. Se lo ve sereno, intentando ser animoso, y de repente suelta: «Esto ha sido un gran golpe» o «hay que sacar partido activo de la tristeza». Quiere dibujar y vivir la viña sin que le sangren las manos. El bigote cada vez está más poblado y apunta a melancolía, como es natural.

Olvido. Quim ha elegido burbujas. Emilio siempre ha preferido las burbujas. En algún momento se refiere al río Limia, que atraviesa Galicia y desemboca en Portugal. Los romanos lo identificaban con el río del olvido que cruzaba el Hades. Brindamos de nuevo para no olvidar. Hemos bebido para recordar.

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