Restaurantes donde no he comido
Palabrería
Mapamundi. Es un tic contem-poráneo organizar los viajes a partir de los restaurantes. Ya no se trata de una parada, sino del destino. Las guías gastronómicas nacieron hace más de un siglo para ayudar al conductor -y vender neumáticos-, transmutado en comedor. En esas situaciones, lo más importante es lo que se va a comer y, como elemento secundario, lo que se va a ver. Estar informado de la hora de apertura de los restaurantes resulta más provechoso que saber la de los museos. A lo largo de los años, he ido sentándome en casas de renombre, o anónimas, hasta completar un mapamundi estratégico para comprender la cocina -las cocinas- de las últimas dos décadas. En esta ocasión no escribiré sobre la ganancia, sino sobre la derrota, sobre restaurantes en los que deseé comer -y parecía posible- y nunca lo hice. De Lima a Tokio. De Chez Wong a Sukiyabashi Jiro.
Champiñón. En la capital de Perú, Javier Wong tiene fama de preparar el mejor cebiche de lenguado. Es un hombre carismático que viste de blanco como los hombres santos, inmaculada gorra incluida, lo que le da visibilidad e identidad en la multitud. Tiene tanta mala leche que nunca lo confundirían con un champiñón. Decir que Wong aliña el mejor cebiche del mundo es una cosa que se les ocurrió a los británicos, y de necios habría sido no sacar el máximo provecho. Wong lo hace. Chez Wong es una visita apetecida, una de esas singularidades con las que se abrillantan reportajes. ¿De sus cuchillos salen cebiches excepcionales? No lo sé. Y eso que tenía reserva. Y eso que estuve sentado en Chez Wong. Y me echaron.
Voluble. Llegué el primero al destartalado comedor en el barrio de La Victoria. Una dirección más humilde que caprichosa. El taxi me soltó al otro lado de un muro verde. Temí un error y el abandono en terreno desconocido. Llamé al interfono, dije a qué venía y me franquearon la puerta. Mientras aparecía el resto del grupo, me instalaron en un chamizo de la entrada. La irrupción de los demás fue catastrófica. Wong envió a un ayudante para que se deshiciera de nosotros con la excusa de que nos habíamos presentado sin llamar antes. Según la persona responsable de la reserva -y que negociaba con el ayudante mientras el jefe espiaba desde la cocina-, a Wong no le daba la gana atendernos. Después nos dijeron que era un hombre caprichoso y voluble. Y nosotros no debíamos de estar a la altura de su arte.
Horma. En Tokio, la conmoción empezó en el aeropuerto de Narita. El jet lag se curó de golpe gracias a una estupenda noticia: esa noche cenaríamos en Sukiyabashi Jiro, donde los nigiris volarían desde las asombrosas manos del anciano Jiro Ono. Jiro era una leyenda -y el documental de David Gelb para Netflix la agrandaba como una horma- que actuaba en una estación de metro de Ginza. La ilusión era mayúscula, a la altura del chasco. Poco después supimos que no sería así, que los diez asientos de la barra estaban reservados para los superchefs con los que viajábamos y que, si queríamos sushi, que compráramos una caña.
Venganza. ¿Querría hoy sentarme en Chez Wong o Sukiyabashi Jiro? El anhelo se ha enfriado, tal vez porque estoy a miles de kilómetros. El paso del tiempo escarcha la pasión. Contrario al masoquismo, no puedo olvidar la mala educación de Wong y me niego a escribir desde la venganza. Respecto de Jiro, le han quitado las tres estrellas porque discrimina con la reserva: si eres extranjero, te obligan a hacerla con la mediación de los conserjes de los hoteles de lujo. La experiencia también parece frustrante: media hora, 20 piezas, 360 euros, adiós. Pero si no acudo, nunca sabré si el cebiche de Wong y los nigiris de Jiro se elevan sobre todos los de los demás. Y es poco serio escribir sobre restaurantes en los que nunca he comido.