Apnea televisiva
PALABRERÍA
Disculpa. Desde hacía algún tiempo, el tema de conversación con amigas y amigos había dejado de ser A) el sexo, B) las exparejas, C) el trabajo y el dinero, D) los restaurantes y, de nuevo, E) el sexo y, más a menudo de lo que querrían, su ausencia. En ese grupo de hombres y mujeres, los hijos aún estaban en el aire con la incorporeidad de las nubes. Pocas veces charlaban sobre cine y teatro, raramente de libros, a excepción de algún best seller veraniego que alguien colaba como disculpa intelectual. Y, sin embargo, ahora, la totalidad de los diálogos pasaba por estar al día de las series.
Periferia. Laila había dejado de ser una charlatana para situarse en la invisibilidad del oyente. No tenía contratada ninguna plataforma, así que ocupaba la periferia de las conversaciones. Sin darse cuenta, había ido convirtiéndose en una forastera en los amistosos cónclaves. Trampeó los primeros tiempos cuando esas novelerías se pasaban en las teles en abierto y aún podía aportar algo sobre los visionados.
Empacho. Defendía el deseo y la expectación, el saber que tal día a tal hora podría regocijarse con un capítulo –con un solo capítulo– de su serie favorita. A salvo del empacho, lo que explicaban en el episodio permanecía en la mente durante toda la semana y esperaba con anhelo la llegada del siguiente. El racionamiento permitía encontrar a personas afines con las que discutir sobre los contenidos. Mediodías gloriosos en torno a un plato de lentejas debatiendo sobre quién era el padre o el hijo o el amante de este, de esta o de aquel. Entonces la tele era importante y la materia, casi única. Laila recomendaba la austeridad para el goce consciente.
Inmersión. Claudicó, sí, incapaz de vencer el aislamiento. Quería recuperar la voz en la pandilla. La primera empresa que entró en su casa fue Netflix. La lista de recomendaciones que le hicieron entre todos era más larga que la lectura de una tesis. Escogió un título cualquiera, se sentó después de comer y se levantó del sofá de madrugada. Esa primera experiencia la compartió con su novio, con el que mantenía una relación intensa de fin de semana y destensada los otros cinco días, cada uno en su domicilio. De mala gana, el hombre aceptó revisar episodios ya vistos por solidaridad, amor y para instruirla en las sesiones de apnea televisiva, buceo a programación libre. Cuando el domingo ella le propuso el mismo plan inactivo, él se excusó con unos improvisados deberes paternofiliales. A Laila no le importó porque había encontrado un gran placer en una inmersión que no necesitaba de compañía.
Dental. Modificó de forma radical la rutina ante el televisor, que hasta entonces había consistido en ver informativos y algún reality chabacano. Cada noche dedicaba un buen número de horas a la nueva afición con la excusa de ponerse al día e integrarse con normalidad en el círculo de amistades. Dormía menos que una panadera y bostezaba con la intensidad de los hipopótamos. Alguna vez la encontraron dormida en uno de los sillones mecanizados de la clínica odontológica en la que trabajaba como técnica dental. El dentista le podría haber empastado una muela sin que se diera cuenta.
Enclaustramiento. Intensificó el consumo y la variedad de drogas: contrató HBO y Amazon Prime. Para pasar más tiempo ante el televisor, convirtió el sofá en cama, se alimentaba con comida a domicilio servida por ciclistas en peligro y se duchaba cuando comenzaba a sentir peso en la melena. Su novio la dejó sin que ella se diera cuenta del todo. Inventó enfermedades y muertes familiares para ausentarse del trabajo. Se encerró con la misión inaplazable de ver el mayor número de series en el menor tiempo posible. Acabada la lista, a la que añadió algunos descubrimientos propios, se consideró preparada para reintegrarse en sociedad. Telefoneó para recuperar amistades y compartir con ellas las revelaciones seriófilas: encontró a pocas y un número ilimitado de negativas. Había pasado tanto tiempo desde el enclaustramiento que la moda y la conversación ya eran otras.