Zurcir el horizonte

Palabrería

Chiflado. Las autoridades habían ido anunciando la borrasca como una cuenta atrás del apocalipsis. De forma inevitable, llegó el día de la verdad. ¿Acertarían los meteorólogos con la previsión destructora o era una exageración fruto de la prudencia? Aramis jamás se perdía el espacio del tiempo en la tele y consultaba webs y Twitter, donde se sorprendía del entusiasmo de algunas personas con los fenómenos extremos. Existía una pandilla de chiflados con formación que deseaban nevadas, diluvios y huracanes como otros comentaban con alborozo el estreno de películas, libros o series. Aramis vivía aquello con angustia y no sabía cuándo comenzó ni por qué, tal vez traumatizada en la niñez por un abuelo temeroso de los rayos, que le hacía rezar con un temor sobrenatural cuando la electricidad zurcía el horizonte.

Bonanza. La preocupación de Aramis se aceleraba ante las primeras alertas de cambio. Detestaba frases como «aún quedan días» para confirmar la dislocación de la bonanza y el amedrentador viraje hacia las tormentas. Ella quería saber («ya, aquí y ahora») qué iba a suceder con la seguridad infantil y fanática de las viejas enciclopedias sin tener en cuenta la impuntualidad y el capricho de lo atmosférico. Entonces seguía una enloquecida búsqueda de información y era en esas razzias cuando encontraba a aquellos locos de la ‘meteo’ que se relamían con las depresiones. Sufría una semana antes con algo que podía suceder o no, lo que molestaba a la familia, que le pedía templanza y tranquilidad. En el papel de veleta, les iba contando lo incierto.

Excepcional. La tempestad llegó con una puntualidad y rabia que sorprendió a los especialistas: olas, viento, rayos y nieve (seguida por lluvia torrencial), todo a la vez en una alianza tan sólida como mortífera. La situación fue clasificada como «excepcional», expresión que cada vez era más corriente, puesto que el cambio climático modificaba sustancialmente el clima y el lenguaje. En octubre hubo furia, aunque lo «excepcional» fue que se repitiera durante varios episodios. En noviembre, mes más tranquilo, regresó la cólera de forma «excepcional». Y de nuevo fueron «excepcionales» diciembre y enero con una rutina aniquiladora.

Bata. De buena mañana, cuando el viento era ya la banda sonora, escuchó a obreros y maquinaria en el inmueble de enfrente. Salió a la puerta en bata y vio a hombres con casco y tabardos y camionetas con planchas y un elevador que se movía entre pitidos. Preguntó qué era aquello y un joven maleducado le soltó: «¿Por qué quieres saberlo?», sin respetar sus derechos de vecina. Enfadada, Aramis telefoneó al Ayuntamiento puesto que el edificio, según recordaba, era de propiedad municipal. De allí la pasaron al departamento de Urbanismo. Estuvo un rato a la espera. No contestó nadie. Repitió unas cuantas veces sin que alzaran el teléfono al otro lado. Probó con la Policía Municipal, que la desvió al 010. En el 010 le aconsejaron que llamara a Vía Pública, y en Vía Pública le dijeron que era cosa de Urbanismo. Urbanismo seguía desierto. Mientras tanto, los operarios habían desplegado una tela verde gigantesca en la fachada y montado en torno una empalizada metálica que vibraba como aquellas sierras musicales que tocan los virtuosos con sentido del espectáculo.

Melena. Varias veces salió a la puerta aturdida por el ruido de las planchas y de la tela. El vendaval sacudía las copas de los árboles como si se tratara de melenas de heavies en concierto. No conseguía saber qué planeaban allí, pese a las broncas con los trabajadores, los cuales se comportaban como si no hubiera peligro, aunque se los veía sufrir alzando la empalizada, que se movía con el ritmo atolondrado de la conga.

Goleta. De madrugada, escuchó un sonido desgarrador. Estaba en la cama despierta, alterada por los bramidos y el agua sin control. Salió a la calle, esta vez con un chaquetón encima del pijama. El edificio de delante se separaba del suelo. La tela verde estaba hinchada como la vela mayor de una goleta, así como la verja, sujeta a la construcción de manera firme y suficientemente tensionada para ayudar al despegue. La casa se alzó, dejando tras de sí una maraña de tubos. A Aramis le admiró la gracia con la que emprendió el vuelo.

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