Bandadas de paraguas muertos
Palabrería
Retráctil. Durante los días de la tormenta, las calles de la gran ciudad se llenaron de paraguas muertos. Las papeleras estaban repletas de los cadáveres de esas aves. Aquellos seres dotados de un único pie, a veces fijo, a veces retráctil, y una sola y enorme ala –de diferentes colores y tamaños– se estrellaron en aceras y calzadas. Los vehículos pasaban por encima aplastándolos, dejando a la vista los huesecillos metálicos. Bandadas y bandadas caídas, atropelladas, con la piel colgada de las varillas. A Josué le daba pena la matanza. Parecía una escena de caza sin control. Otras muchas veces, el viento de levante había soplado hasta el último aliento, pero lejos de causar tantas bajas. Decían que era por la mala fabricación, artilugios baratos montados en industrias poco fiables, incapaces de soportar los bufidos del temporal. Se deformaban, se daban la vuelta, perdían el tono y el sentido. Los paraguas al revés eran recogedores de lluvia.
Gurruño. Unos meses antes, Josué había sufrido por los contenedores en llamas durante las manifestaciones de protesta. Cada vez que veía quemarse una de aquellas carcasas, se le encendían las lágrimas. Él sentía apego por los objetos y sufría con su mutilación o destrucción. Las deformidades de los plásticos se las tomaba como heridas de guerras. Mientras iban encogiéndose abatidos por las altas temperaturas, los gurruños se comían el alquitrán y dejaban, una vez retirados, profundas cicatrices. En ausencia de los contenedores, Josué constató que las tripas de la ciudad eran sucias y estaban a la vista. A cualquier hora, los vecinos bajaban las bolsas de basura y las acumulaban en el espacio que habían ocupado los containers. Desnudaban las intimidades orgánicas e inorgánicas. Esos amontonamientos hablaban de incivismo y de desvergüenza. Los contenedores servían para ocultar a los ciudadanos sus propias miserias.
Espuma. Josué pensó que, si las calles estaban atestadas de paraguas derribados, las playas serían una pista de aterrizaje de cacharros recuperados. Esperó unos días a que la tempestad se diluyera y las olas dejaran de alzarse como gigantes de espuma. Cuando se metió en la arena, el mar seguía nervioso. Otros muchos se habían acercado con la intención de ayudar en la limpieza. En los días más intensos de la borrasca, habían sido vistos algunos individuos despedazando atunes rojos en el paseo. ¿Qué movía a aquella gente? ¿El hambre? ¿Hacían acopio de provisiones? ¿Cuán desesperado podía estar alguien para trocear un animal muerto y expulsado del agua y probablemente cargado de enfermedades? Esos atunes, pensaba Josué, eran las flechas de Neptuno contra los humanos.
Mandíbula. A diferencia de los atuneros, los que ese día faenaban en la playa eran solidarios mezclados con rescatadores y curiosos. Josué era de los segundos: quería salvar piezas que otros habrían llamado basura. Topó con un par de grupos excitados con los hallazgos. Unos habían encontrado un par de tortugas (a Josué le daban igual los seres vivos) y otros, una mandíbula (a Josué le daban igual los seres muertos). Era humana, lo que alentó la fantasía y el relato truculento. Josué fue a lo suyo. Arrastraba un carrito en el que depositar los tesoros: una pierna ortopédica (tal vez tuviera relación con la mandíbula), latas oxidadas, una llave antigua y de enorme tamaño y el chasis de una bicicleta. Decepcionante botín. Dirigió la chatarra hasta su casa.
Rescate. Habitaba una planta baja con garaje, en el que no aparcaba ningún coche. Desplazó las grandes puertas para acceder a un espacio colmado de trastos: el amor por los objetos había convertido la casa de Josué en un basurero. Apartó los paraguas desplumados, metidos en grandes cajas de plástico, para hacer espacio a los nuevos huéspedes. Los contenedores que había salvado ocupaban muchos metros cuadrados. Era una familia completa: amarillo, verde, azul y marrón. Se enorgullecía del rescate y de la acogida. Les puso una manta encima para que estuvieran calientes