Solo dos temporadas: verano e infierno
Solo dos temporadas: verano e infierno
Palabrería
Resistencia. El futuro de la comida pasa por la resistencia. Soportar las tentaciones y la aberración de los supermercados es tarea de titanes. Salto –y paso– de las neveras de los procesados –cuyas etiquetas tienen una letra tan menuda y prieta que ni siquiera las lupas son capaces de aumentar– para dirigirme al espacio reservado a las hortalizas y las frutas.
Remordimiento. El rincón de lo ecológico es menudo y su misión es aliviar la mala conciencia, o para servir de coartada a los desmanes. El de las frutas exóticas anticipa el fin del planeta: productos llegados de los confines de la tierra para dar vistosidad a nuestras mesas y, sin que seamos conscientes del todo, llenarlas de pestilentes y contaminantes huellas de carbono. Las adquirimos desde la inocencia y el placer, o la curiosidad, y jamás sentimos remordimientos. ¿Por qué tendríamos que tenerlos? Desde que rompimos con la Iglesia, el remordimiento es un sentimiento de amargados.
Lío. El asunto es complejo: tal vez el exotismo frutal haya llegado del propio territorio, de un cultivo de proximidad para especies de lejanía. El lío es mayúsculo. ¿Tenemos que dejar de comer algo que solo cumple con la mitad del buen propósito, que es la cercanía, pero que desafía a la temporada? Kiwis gallegos, maracuyás canarios, aguacates andaluces. Lo primero es exigir que la información esté a la vista y que la procedencia sea real, que sepamos con certeza de dónde llega lo que consumimos. ¿Cómo hay que comportarse ante esos forasteros con semillas? No lo sé. Lo peor es que la emergencia climática está dando la razón a los cultivos sin tradición. Pronto no habrá temporadas. O solo dos. Verano e infierno.
Despensa. Creo en el aguante, como escribía al principio, y en dar visibilidad a lo singular, a lo que hace especial y específico a un lugar. Los restaurantes son los mejores propagandistas de un espacio y les corresponde difundir ese mensaje entre los clientes. Muchos cocineros de ciudad, esto es, sin paisaje, envidian a esos colegas que desde montañas o planicies lejanas disponen de una despensa propia.
Faisán. Sin embargo, traigo a estas páginas a los miedosos en vez de a los héroes. Me senté con deseo y expectación en un reputadísimo –y premiado– comedor en el interior de Catalunya, donde pensé en hincar el diente al producto particular y unas preparaciones concretas. En una población con dos queserías artesanales, me sirvieron una burrata de incierta procedencia con tomate (en marzo), una crema de castañas (en marzo) y unas alcachofas con vieiras (el marisco que niega la existencia del espacio-tiempo). Hubo más errores, pero eran de otra índole: el canelón de faisán tenía demasiada nuez moscada y la perdiz a la vinagreta estaba seca. Salí más confundido que un espantapájaros después de un huracán.
Caos. Me fui un poco más lejos, hasta el Pirineo y de nuevo el caos llenó el plato. La carta presentaba suficientes argumentos para salir escopeteado –y, sin embargo, había recibido elogios en una crítica importante–. Chili con nachos y quesadillas, fingers de pollo o risotto con las malditas vieiras, tan de montaña. En los alrededores, vacas y caballos, interferencias en aquella carta con propuestas apátridas. Como se sospechaba, todo fue mal. No. Peor. Tellinas más secas que el deseo de un eunuco, croquetas abolladas con promesas incumplidas (no sabían a huevo frito; ¿y qué pintaba la alfalfa?), canelón dulzón de pularda, una hamburguesa demasiado hecha, un arroz tan salado que fue devuelto y un servicio poco diligente.
Habitación. En ambos casos fue como haber sido secuestrado y, con los ojos vendados, metido en una habitación sin ventanas. ¿Es de día o de noche? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Dónde estoy?