Súper Capón

Palabrería

Guepardo. Aníbal siempre tuvo un profundo sentido de lo justo. Ya de niño se rebelaba contra los atropellos y defendía a los débiles ante la apisonadora de los matones del colegio, de modo que conseguía trasladar la ira de aquellos a su persona. Víctima por sustitución, jamás se quejó para no dar a los maltratadores la oportunidad del desprecio. Los moratones eran países nuevos que cada día brotaban en la piel. Para evitar los golpes, se convirtió en un chaval ágil y rápido, mitad anguila, mitad guepardo –al menos, en su fantasía–, capaz de escurrir los abrazos de oso y de fintar a los enemigos como un delantero de fútbol. El profesor de gimnasia le echó el ojo y lo invitó al equipo de atletismo, donde triunfó como velocista. Era alto y delgado y cimbreante como la vara de sauce llorón y corría con la alegría de las liebres.

Tropelía. Fue campeón infantil y en el instituto siguió sumando medallas y trofeos gracias a las piernas de látigo. Al entrar en la universidad, dejó de competir, pero siguió en la pista como afición. Se licenció en ingeniería de puentes y caminos más por el nombre de la carrera que por el contenido. Aníbal tenía 30 años, aún vivía con su madre y la lucha contra las tropelías seguía formando parte de su credo. Acumulaba un gran número de conflictos por culpa de esa virtud, puesto sus acciones regeneradoras no siempre eran bien comprendidas.

Nudillo. Envalentonado, Aníbal decidió convertirse en justiciero. El modelo Charles Bronson le parecía bronco y sangriento y el de Batman, atormentado y propenso a los huesos rotos. Se vistió con unas mallas negras, unas botas negras, un jersey negro y una máscara de luchador mexicano con los colores oro y verde, desestimando la capucha negra para evitar ser confundido con un caco de tebeo. Inventó un nombre coherente con el poder con el que sería conocido, que no era debido a la radiactividad, sino a los nudillos: Súper Capón.

Nuca. Súper Capón se presentó en sociedad en un semáforo de la pequeña ciudad en la que vivía. Para disimular, aguardó junto a ese faro urbano con la máscara oculta entre las manos hasta que un peatón cruzó en rojo (no tuvo que esperar demasiado: se trataba de una práctica habitual). Se cubrió la cabeza, esperó a que el semáforo estuviera en verde (por coherencia, ¿un justiciero saltándose la ley?) y fue tras él, soltándole un fortísimo capón, que lo obligó a agachar la cabeza. Cuando el hombre se dio la vuelta con la mano en la dolorida nuca, Súper Capón ya había desaparecido a gran velocidad.

Gamo. Merodeaba por las calles en busca de disidentes de la urbanidad. Picó a chavales que andaban sin despegar los ojos del móvil y que podían morir arrollados, o atropellar ellos a otros. Alcanzó con las piernas de gamo a un ciclista que circulaba por la acera. Con el capirotazo, casi ahogó a un comedor de donuts que había arrojado el envoltorio al suelo.

Comunidad. Era raudo y contundente con el que aparcaba en la plaza de minusválidos o en un vado; con los grafiteros poco dotados para el arte que gamberreaban paredes con cifras y mamarrachadas; con los que se colaban en cualquier fila, mercado, cine, teatro o conciertos. Los lugares cerrados eran peligrosos porque tenía que buscar una vía de escape. Pronto fue conocido en la comunidad, y las radios y el diario local le dedicaron espacios. ¿Quién era el misterioso enmascarado que aporreaba cabezas?

Pocilga. Satisfecho, regresó a casa después de una de las salidas vengadoras. A punto estaba de entrar en su cuarto, cuando recibió un fortísimo coscorrón. Allí estaba la madre, con el nudillo del dedo corazón preparado para percutir de nuevo. Soltó la lista de reproches: tu habitación es una pocilga, nunca sacas la basura, estoy harta de recoger tu ropa, a ver qué día pones una lavadora, ¿otra vez te has dejado los platos sin fregar?, ¡sal y encuentra trabajo, vago! Aturdido, Aníbal pensó que tenía que huir de la maestra del capón y la justicia doméstica.

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