La ‘belle serveuse’

Artículos de ocasión

Hace muchos muchos años, un amigo íntimo se empeñó en enseñarme su bar favorito en Zaragoza. Cuando las ciudades tienen fama de ser abiertas y noctámbulas, los bares se convierten en sus catedrales, y aquel era uno de esos sitios donde a medida que avanzaba la noche se daban cita los imprescindibles. En poco tiempo, aquel lugar se convirtió en una especie de oficina de madrugada en la ciudad, al que acudía cada vez que pasaba por allí y les aseguro que pasar por Zaragoza es una de las mejores cosas a las que uno puede dedicar su vida. Una noche de fin de semana, para que sus padres descansaran un poco, y como pasa en tantos negocios familiares, las dos hijas de la pareja aparecieron para atender la barra a deshoras. Eran adolescentes, aún estaban estudiando y olían a carpeta, pero en viernes y sábado se convirtieron en fijas tras la barra. Por lo general, las camareras tienen mala prensa, porque atienden desde el púlpito las plegarias de todos los borrachos y decadentes que se plantan delante y acaban por ser un poco displicentes y altivas. Pocos les reconocen la paciencia y el estilo con el que presiden el altar mayor de nuestras devociones. Porque en España un bar es el confesionario, la consulta del psicoanalista, el escaño del Parlamento, el atril del director de orquesta en el Liceo y la columna infinita de Simeón el Estilita.

De esa manera azarosa conocimos todos a Eva, que era como se llamaba la hija menor de los dueños del bar, Encarna y Joaquín. Tenía una sonrisa tan apabullante que pronto se corrió la voz por la comarca. Se convirtió en una procesión obligatoria acudir para apreciar el momento en que achinaba los ojos con una burla amigable. Nada más entrar en el bar los clientes más duros se derretían, renegaban de sus iglesias anteriores y admitían que se encontraban ante un fenómeno de la naturaleza. Eva, ya en el nombre, tenía algo de mujer fundacional, pero de cosecha propia traía una educación exquisita, una conversación inteligente y una manera grácil de esquiar en slalom a través de las peripecias inciertas de cada noche. Poseía la más nutricional de las simpatías no afectadas, que no perdió cuando dejó el bar, terminó Filología, se fue a vivir con su novio de toda la vida y se dedicó al negocio del videojuego dejando su estela incluso en China, donde la reclamaban mensualmente los proveedores, porque en los oficios también se festejan accidentes así.

Comprendo que en nuestros días la belleza y la simpatía están minusvaloradas. Ser imbécil y desagradable resulta más rentable, más prestigiado. Pero si uno es capaz de rendirse a la belleza de un almendro cuando florece, tendrá que rendirse ante esas personas que florecen igual, con un destello armonioso. Personas a las que visitas como si fueras al Museo del Prado. Recuerdo que a aquel bar hasta venía un ciego muy popular en la ciudad, y todos sabíamos que venía a verla a ella. En una ocasión llevé a un amigo francés que andaba de paso por España y en los siguientes treinta años no ha dejado de preguntarme jamás, cada vez que nos hablamos, cómo estaba nuestra belle serveuse, que es como llamaba a la camarera del Bambalinas. Seguro que muchos encontrarán episodios en su vida que por el valor académico, emocional o la relevancia vital se han convertido en los hitos de su existencia, pero a mí se me ocurren muy pocos episodios que igualen el haber tratado a esa mujer. Como sucede en muchas ocasiones, a estos seres especiales les está vetado el lento proceso de envejecer. Dijo el poeta que los dioses y los ángeles del cielo a personas así les toman envidia. No lo sé. Lo único que intuyo es que cuando nos arrebatan presencias tan saludables, personas cuya mirada abrillantan el espacio invisible entre nuestras miserias, te queda una sensación de vacío enorme, pero también una privada celebración de la fortuna de haberlas tratado. Cuando mi amigo me pregunte la próxima vez por la belle serveuse de Zaragoza, tendré que decirle que murió. Sospecho que el Sol también algún día se apagará.

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