La era audiovisual (I)

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Siempre recuerdo una frase del guionista Rafael Azcona que en su día me hizo pensar. El cine es imbatible en lo superficial. Solía decir eso para explicar que la importancia que adquieren ciertos gestos del cine no es alcanzada por nada. Si uno se para a rememorar algunos instantes, verá cuánto hay de cierto. Recordamos la falda de Marilyn al viento del respiradero en la calle de Manhattan. También a Gene Kelly cantando bajo la lluvia. Y a Cary Grant perseguido por una avioneta fumigadora en la mitad de Con la muerte en los talones. Y así innumerables fragmentos icónicos que han conquistado nuestra memoria por su potencia visual. Pero lo que Azcona venía a decir es que esa magnífica virtud podía estar al servicio de la máxima superficialidad. Transplantado a los medios informativos, hay imágenes mil veces emitidas que son igual de icónicas. Son sólo emociones visuales, monumentos abstractos del poder audiovisual. Esa riqueza en nuestra memoria no tiene necesariamente que estar asociada más que a vibraciones epidérmicas. Y la frase entonces se vuelve fundamental para comprender algo mejor los tiempos que vivimos.

La era de las pantallas llegó a su explosión definitiva con la expansión del teléfono móvil. Al día de hoy, después de diversos avances tecnológicos, los teléfonos portátiles presentan todos ellos una cara principal que consiste en una pantalla. Parece un accidente, pero no lo es. Se trata de la consagración del audiovisual como idioma contemporáneo hegemónico. Nos comunicamos a través de esa pantalla, que es ventana y refugio al mismo tiempo. Casi todo el conocimiento lo adquirimos a través de esos terminales y sus distintas variantes. La relación con el cine parece difusa, pues se trata de una ampliación del campo de batalla que incluiría la televisión, la fotografía y la prensa más visual. Todo ello junto conforma el modo de relación de nuestros días. Nadie ignora que, por ejemplo, la música se ha tenido que hacer visual para conquistar a sus oyentes. Hoy los artistas más relevantes lanzan vídeos junto con las canciones, prácticamente inseparables unos de otras. Así lo hacen también los servicios informativos, que ignoran todo aquello que no viene asociado a una imagen de cierta potencia. Las noticias carecen de fuerza si no han provocado una visualidad sugerente, así las riadas y los accidentes filmados por móvil han quitado el sitio a noticias más complejas, de más difícil traslación al medio.

Se acabó el análisis, y la potencia del vídeo seduce a los clientes de los medios informativos. Y, por consiguiente, el mundo político se ha transformado en un bazar audiovisual. Las ideas de los partidos tienen que encontrar vídeos publicitarios, mensajes sencillos enlatados que convertir en virales. El deporte es también audiovisual más que presencial y ya hay seguros médicos que tratan de engañar a los consumidores convenciéndolos de que es más eficaz y directa una atención por videoconferencia que en persona. Es algo consumado y no se puede hacer nada para luchar contra ello. Nadie puede resistirse a la ola dominante. Pero conviene no olvidar, menos ahora que nunca, la brillante frase de Rafael Azcona. Porque si vivimos en la era del audiovisual tenemos que encarar la parte oscura del asunto. Lo más superficial se impone sobre cualquier posible carga de profundidad.

¿Qué hacer? Nada puede competir con la ligereza de esos mensajes, de esas imágenes que caen sobre nosotros como lluvia gruesa. El discurso social se hace cada día más plano, más chillón y ruidoso, pero con menor peso intelectual. Las ideas apenas tienen hueco en la riada visual, por lo que la hegemonía pertenece a lo ligero, lo chocante, lo espectacular. Nuestro grado de dominio sobre el discurso audiovisual es primario, necesitamos siglos para desarrollar un lenguaje hablado y ahora apenas hemos culminado los primeros cien años del lenguaje audiovisual y solo en las últimas dos décadas ha sido hegemónico frente a la lectura, el diálogo y la imagen detenida. El movimiento es una sintaxis nueva, aún sin estudios profundos. Y las personas avanzamos hacia ese nuevo lenguaje sin acabar de saber dotarlo de interés, relevancia y complejidad para tratar los asuntos que de verdad nos perturban. Dominar la nueva lengua es ponerla al servicio de una idea y no contribuir a la epidérmica plaga de la nadería.

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