El descubrimiento de la esperanza

David Trueba

El descubrimiento de la esperanza

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

No pertenezco a ese grupo de personas que consideran fundamental hacerse visibles en cualquier ocasión. Respeto demasiado el derecho de cada uno a encarar las turbulencias como mejor le parezca, por lo que suelo ahorrarme los consejos que nadie me ha pedido. En ocasiones, lo que me retrae más de las redes sociales es su vertiente exhibicionista, que te obliga a aplicar el ingenio para dar con formas brillantes de estar presente. Me parece que, muy a menudo, lo que debe encontrar cualquier persona son formas decentes de desaparecer, de ponerse a disposición de quienes te necesitan y no más. Pues es cierto que somos animales sociales, pero también padecemos una indómita tendencia a convertir nuestras mejores virtudes en defectos sencillamente por el abuso, la impertinencia y el afán de presumir ante los demás. Sin embargo, durante las primeras semanas del confinamiento por el coronavirus, pese a la amargura natural que estados así provocan, me encontré raramente esperanzado ante lo que veía a mi alrededor. Por muchos excesos y arrebatos, por los variados ejemplos de conductas incívicas, por más que se sumaran voces prescindibles a un coro innecesario, tenía la sensación abrumadora de que la sociedad española se comportaba de una manera digna, decente y sólida.

Durante el desplome de la Bolsa, un amigo me llamó para preguntar si sería inteligente sacar el dinero del banco. Le dije que no, pero sin ningún conocimiento financiero. Sencillamente le rogué que se olvidara de medir sus ahorros y fondos en la tormenta inicial. Hay cosas más importantes que el dinero, ahora. Concéntrate en ellas. Días después me agradeció el consejo y me confesó que no miraba las cuentas desde aquella jornada dramática. Otro amigo me contó que descubrió lo que era una crisis de angustia el mediodía en que comenzó a sentir que se ahogaba y no podía tragar ni respirar. Pensó que iba a morir hasta que cayó en la cuenta de que el estado se lo provocaba a sí mismo por la tensión ante las noticias que escupían los noticiarios. Apagó la tele, abrió la ventana y recuperó la calma. De ventana a ventana, muchos vecinos se descubrieron, se pusieron nombre, se conocieron tras años de convivencia hermética. Los chicos más jóvenes encontraron un extraño placer formativo en cumplir con las tareas en casa, eran considerados seres responsables y ellos respondían con acierto.

Las indecencias mayores siempre tienen que ver con el egoísmo, la significación personal frente a los demás. He visto a familias perder a seres queridos con una dignidad silenciosa y recogida, mientras escuchaba a privilegiados en arrebatos de singularidad, exigencia y motivación incendiaria. Pero, sin duda, la mejor de todas las sensaciones tuvo lugar una tarde en la que de pronto me vi de cara con la esperanza. No fue nada místico ni turbador, sino un sencillo y silencioso instante donde en la ausencia de tráfico y ruido, los pájaros jugaban bajo las hojas aún húmedas de la lluvia reciente. Había gente afuera ayudando a gente, personas moviéndose sin intereses particulares, imaginaciones destinadas a inventar un mañana para cuando tocara tener un mañana listo y en condiciones. Nunca había conocido de cerca lo que significaba la esperanza, porque siempre me condicionaba esa tozuda seguridad en que de todo puedes salir, a todo le puedes hacer frente. Pero la esperanza es algo más valioso y fundamental. Porque te invita a pensar que incluso cuando tú no estés, habrá otros muchos a las riendas de sus empeños. No los conoces, pero se habrán formado en esos instantes de desesperación y sinsentido. Les habrá bastado una mirada a su madre en un detalle insignificante, apreciar el plumazo de un genio de esos que a veces arreglan el mundo como se arregla una cañería, la secreta solidaridad de las inteligencias en mitad del fragor del miedo para convencerse de que esto pasará, cualquiera de esas cosas les habrán bastado, y otras tantas impensables, porque no da la cabeza para imaginar las cosas que las cabezas pueden llegar a inventar. Esas cosas les habrán bastado para conformar una educación propia, un sentido responsable del paso por el mundo. Y en ese delineado informal de las personalidades descansa la esperanza de un país. El resto es gentuza tocando el claxon en el atasco.

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