Érase una vez en Hollywood
Érase una vez en Hollywood
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Por una vez tengo que dar la razón al presidente Trump. Cuando se atrevió a protestar por el hecho de que los Oscar de Hollywood premiaran una película de Corea del Sur, muchos vieron un ataque de chovinismo, yo no. El presidente reivindicó los tiempos en que el Oscar iba a parar a películas como Lo que el viento se llevó, así que más bien sufrió un ataque de nostalgia por el gran cine norteamericano que sus productoras parecen incapaces de levantar hoy día. Pero, más allá de esa pelea, es evidente que los Oscar son unos premios de la industria norteamericana y destacar la cinta coreana como la mejor del año no deja de ser una irracionalidad poco lógica. Para empezar, resulta ridículo que la historia de esos premios tenga que consignar Parásitos como la primera cinta extranjera que gana el premio a la mejor película. Es directamente grotesco. Más allá de que la película de Bong Joon-ho pueda agradar al paladar contemporáneo con su gusto por los subrayados, su distinción espectacular le saca los colores. Porque premiar con el Oscar a Parásitos viene a decir que en el año de El ladrón de bicicletas, Fresas salvajes, Los 400 golpes, Rashomon, La regla del juego, Viridiana o La Strada, los norteamericanos hicieron una película mejor. Todas las nombradas y la multitud de obras maestras que el cine ha producido fuera de Hollywood jamás fueron distinguidas como mejor película en sus Oscar, por lo tanto, el agravio es insostenible.
¿Por qué ha pasado ahora? Desde hace unos años, la globalización no permite efusiones de cultura nacionalista. Resulta algo ridículo delimitar la creación artística en función de unas fronteras, pues el rango de influencias y filtraciones escapa a la política nacionalista. Toda pieza cultural es definitivamente global. Así que las distinciones y premios, que por desgracia se han convertido en la única política de promoción artística con eco en los medios, deben remitirse a concursos y galardones por la nacionalidad de sus creadores. Los que más se resisten son los norteamericanos, pues ahora con los Oscar aspiran a ser como la NBA o la Liga de Béisbol que ellos llaman Series Mundiales, con la pretensión de poseer una liga a la que van los mejores jugadores del mundo y, por tanto, es global. Puede que sea cierto, pero lo que es aplicable al deporte no es aplicable a la cultura. De hecho, es precisamente rebajar el arte a la competición deportiva lo que más daño ha causado durante las últimas décadas a la vida cultural. Por más que la NBA la ganara el año pasado un club canadiense, invitado por compra de una franquicia a participar en esa liga, no se puede aceptar que los Oscar sean la NBA.
La razón es que hay muchos directores y actores que no tienen ningún interés en someterse a una franquicia norteamericana. Valoran su lengua propia, su cultura recibida, los detalles particulares del mundo que habitan. Quieren retratar escenas locales, peripecias minúsculas y fragmentos de una vida que conocen. Lo que ha cambiado los Oscar es la invitación a más de dos mil profesionales de fuera de Estados Unidos para que formen parte de
sus votantes. Y los invitados han corrido a hacerse socios porque así se sienten parte de un gran espectáculo. Pero esta decisión corrompe el espíritu de los premios, que fue una creación de las grandes productoras norteamericanas para galardonar su producción nacional. Este año fue la división entre tres películas con parecidas virtudes, El irlandés, Joker y Érase una vez en Hollywood, la que permitió que esa dispersión del voto salpicara a una cinta coreana. Pero pocas veces volverá a ocurrir. Y el disparate es considerar que el Oscar premiará la mejor película mundial. Eso no ha pasado nunca ni tiene por qué pasar. Jamás el Oscar ha sido otra cosa que la elección de una película de la industria norteamericana que les sirva de ejemplo y modelo. Tiene razón Trump. Mejor que se dediquen a eso, a elegir entre la cosecha propia y a propiciar que la industria estadounidense se vuelva a esforzar por hacer cine de consumo masivo, pero con alta exigencia artística.