Nuevos centauros del desierto
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Las mejores películas de todos los tiempos cambian cada generación. Es curioso que suceda así y no exista una permanencia sólida. Cambian las favoritas porque cambian los espectadores y cada época se siente apelada por un asunto y una sensibilidad. Hace años Centauros del desierto, el wéstern de John Ford basado en la novela de Alan Le May, empezó a escalar en las listas de favoritas. Cuando se estrenó en 1956, muchos críticos y estudiosos la calificaron de fascista, pues contenía rasgos preocupantes de ideología racista. Se equivocaban, pues volvían a confundir el discurso del protagonista con la esencia de la película. El título español, un hallazgo muy sonoro y rimbombante, eludía la crudeza del original. The searchers significa Los buscadores. Y es un título afinado a una película que trata de una búsqueda. Pero, sobre todo, trata del miedo a lo que vas a encontrar. En la película, la patrulla comandada por Ethan Edwards (John Wayne) busca a una sobrina raptada por los comanches. Después de años, darán con alguien que se ha educado con los indios y, por lo tanto, se ha convertido en uno de ellos. ¿Qué hacer entonces? He ahí el momento culminante de la película, el salto al infinito que propulsa el clímax final. La complejidad y, sobre todo, la ambigüedad que convierten una pieza narrativa en inmortal.
Centauros del desierto está basada en una historia real. El rapto de la muchacha de nueve años Cynthia Ann Parker por los comanches en 1836, en Texas. Según la prensa, terminó casándose con el jefe comanche Peta Nocona y tuvo tres hijos. Su familia la rescató tras años de búsqueda y la devolvió a su entorno original. Pero hace poco, en Italia, volvió a suceder una trama similar y nos disparó el recuerdo de la película de Ford. Fue como sigue. Una joven cooperante italiana había sido raptada en Kenia por islamistas radicales y, tras año y medio de búsqueda y negociación, los servicios secretos italianos lograron liberarla. El pueblo se aprestó a recibirla con alegría, identificados con unos padres que recuperaban a su hija tras el largo secuestro. Los que la conocían la definían como una joven católica y conservadora, pero tras dieciocho meses de secuestro en Somalia la sorpresa fue verla regresar convertida en musulmana y bajo el nombre de Aisha.
Su lectura continuada del Corán en un ordenador sin acceso a Internet, unida a la imposibilidad de desplazarse y tener cualquier información del exterior, terminó por convencerla de que la vida merecía la pena vivirse de acuerdo con esos principios religiosos. La muchacha llegó a casa con su velo y la conversión disparó la indignación de algunos italianos, quizá los menos generosos y observadores de la condición humana. Comenzaron a criticar en redes sociales el rescate pagado, el esfuerzo nacional, porque para ellos no merecía la pena recuperar a Silvina si ahora era Aisha. Habían recuperado a una islamista, en lugar de a una muchacha italiana. Cómo no recordar en ese momento el argumento de Centauros del desierto, el instante en el que John Wayne se da cuenta de que su sobrina Debbie, interpretada por Natalie Wood, se ha convertido en una comanche más. Saca la pistola de su cartuchera y se apresta a matarla, pues ya ha terminado la búsqueda para él. No tiene sentido devolverla a casa. No les contaré el final por si queda alguien que lo ignore. Me temo que los justicieros italianos que pretendían renegar de la muchacha rescatada no recordaban vívidamente la película de Ford. Qué importante es tener conocimiento artístico y cultural para enfrentarte a las encrucijadas de la vida. Te obligan a cambiar de piel, a pensar, a adoptar una complejidad en tu cerebro que muchas veces nos negamos a nosotros mismos. Todos somos el fruto de un entorno, de una sensación de amparo, de una pertenencia. Veremos qué sucede cuando la joven italiana equilibre todas sus experiencias vividas. Podrá quizá ser de la religión que quiera, incluso renegar de todas ellas, pero tendrá que hacerlo bajo algo que le era negado por sus raptores y luego por sus rescatadores más extremos: la libertad personal, el mejor tesoro de un ser humano.
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