Simpático bebedor, odioso alcohólico

David Trueba

Simpático bebedor, odioso alcohólico

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Hace muchos años, un amigo extranjero que llevaba muchos años instalado en España me hizo una reflexión valiosa. En tu país, me dijo, gusta muchísimo emborracharse, pero nadie respeta a los alcohólicos. Desde que lo escuché, he podido comprobar que es algo cierto. Jamás los padres españoles han tenido gran problema en que sus hijos comiencen la relación con el alcohol alrededor de los 13 o 14 años en las fiestas del barrio o las peñas de su pueblo. Esas borracheras iniciáticas las consideramos un rito de paso. Así bebimos nosotros, así beberán nuestros hijos. Sin embargo, cuando nos ha tocado lidiar con casos cercanos de personas que han desarrollado una dependencia del alcohol, y si hemos padecido esas circunstancias, las hemos ocultado de la sociedad, hemos renunciado a amistades, nos hemos alejado de familiares y descuidado a los que sufrían por ello. Hace años presencié cómo en un rodaje se despedía a una persona por su alcoholismo mientras casi todos los miembros del equipo lucían lacitos como consigna para solidarizarse con otras enfermedades más fotogénicas y asumibles.

Durante la pandemia del coronavirus me sorprendió el modo superficial e idiota con el que los medios de comunicación dieron noticia del aumento del consumo de bebidas alcohólicas. La cerveza se agotó a la semana siguiente de que se agotara el papel higiénico y entre las añoranzas que todos hemos expresado durante esos días, la de tomarte una caña o salir de vinos con los amigos era casi la primordial. Sin embargo, en esa misma cadencia informativa llegó la noticia de la detención y cese de un alcalde por conducir ebrio. Es evidente, como ha pasado en otras ocasiones y con otros cargos públicos, que estos sucesos disparan nuestra hipocresía. Exigimos en otros lo que no somos capaces de cumplir. La necesidad del alcohol viene a sustituir las propias seguridades, el aplomo, la estabilidad, la falta de alegría y la lucha contra nuestros demonios interiores. Pero deberíamos acostumbrarnos a tratar estos episodios como muestras de una flaqueza, y no como un estigma indecente que haya que correr a ocultar bajo la alfombra. Entre otras cosas porque ya no nos cabe más mierda debajo de la alfombra.

Lo que nunca hemos querido aceptar es que la dependencia del alcohol y de la cocaína está detrás de mucha de la violencia que padecemos. En primer lugar, es una de las vertientes habituales del maltrato familiar y la agresión doméstica. También se cobra vidas de inocentes cada fin de semana, en las madrugadas donde la mezcla de coche y drogas se transforma en una bomba mucho más dañina que cualquier terrorismo conocido. A menudo, el alcohol forma parte de un cóctel denigrante que sostiene la economía sumergida y la frondosa presencia de la prostitución en nuestro país, un negocio que mueve miles de millones anuales y degrada varios cientos de miles de vidas. Nuestro problema es que no sabemos encararlo de manera convincente. Una de las grandes pasiones de nuestro espíritu mediterráneo es la socialización, y en esa actividad el consumo de alcohol es un añadido que nos satisface y nos vertebra. Quizá porque estamos tan cerca del borde, no somos solidarios con el que cae por el abismo. Al mantener el equilibrio de una manera a veces algo azarosa y poco sólida, nos creemos por encima de quien no ha podido sostenerse y ha tropezado de manera fatal. Lo consideramos un problema de otro y cualquier debate queda en manos de abolicionistas o puritanos. Estados Unidos pervirtió su sistema legislativo con la Ley Seca. Nunca se ha recuperado de la indecencia de obligar a todos sus ciudadanos a saltarse la ley. Ni siquiera cuando la derogó volvió a lograr que la gente creyera en la bondad de la ley, de la prohibición, del límite. El daño fue histórico y aún lo siguen pagando de manera brutal en su sistema. Es un error en el que no deberíamos volver a caer. En las sociedades libres, los riesgos son personales. Pero la decencia consiste en tratar los daños como lo que son y no ser tan presuntuosos de creernos por encima de la debilidad ajena.

"firmas"