El año felliniano

David Trueba

El año felliniano

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

A primeros de 2020, me pidieron, con esas urgencias de los medios, un artículo que analizara la figura del director de cine Federico Fellini en el centenario de su nacimiento. Pese a haber sido un director importante en mi formación y del que había visto todas las películas, no me sentí capacitado para escribir nada y así me excusé con quien tuvo la amabilidad de encargarme la nota. Sin embargo, durante todo este año he andado con él en la cabeza, tratando de completar para mí mismo una semblanza del realizador italiano. Estimulado por mi propia impotencia para poder decir nada relevante sobre él, emprendí la tarea de volver a revisar todas sus películas. Nada hay más grato que sentarse a ver o releer aquellas obras que fueron importantes en tu juventud. Recordaba las veces en que había visto Amarcord, por ejemplo, y en cada ocasión se renovaba el placer, pese a que, como es natural por la forma que adopta la película, mi memoria guardara más retazos que una idea de conjunto. Del mismo modo, Ocho y medio me ha fascinado siempre por su forma visual, la belleza de algunos planos y rostros. Pero nada de todo eso completaba una visión de conjunto sobre el cine de Fellini.

El acuerdo consiste en considerar su propia figura como una invención, jalonada de mentiras y falsedades, que fueron dotando al personaje de la capacidad de trascender su propia obra. La primera verdad, dolorosa, es que, pasado un tiempo, ningún artista es nada más que su obra. Para bien y para mal, serán las películas y los libros los que decanten el valor de alguien. Así Fellini y lo felliniano van poco a poco desdibujándose, en un mundo que ya no se sorprende de su variante circense, del desfile de freaks y caricatos constante, de fenómenos humanos desbordados y patéticos. Nadie sostiene una autoría propia frente a la reinvención del mundo cada amanecer. Así que Fellini va quedando poco a poco reducido a sus películas y menos a la marca de lo grotesco. Y ahí también la última etapa, algo esclerótica y autorreferencial, se empobrece frente a la potencia de sus apuestas iniciales. De entre todas las películas de Fellini la que brilla sin reparo es Las noches de Cabiria. Esa prostituta sin suerte permanece como un retrato fidedigno y emocionante. Y en el fondo se alza como una reivindicación de Giulietta Masina, la actriz, por encima de su director.

También la vena cuentista de La Strada o Amarcord sostiene el edificio, pero cuanto mejor está escrita la película y menos depende de la firma de su autor, más sólido es el resultado. Fellini había comenzado como articulista, caricaturista y guionista. Sus películas para Rossellini, incluido el mediometraje donde saquea Flor de santidad, de Valle-Inclán, quedan como inmarchitables piezas. Pero hay algo en su llegada a la dirección de reacción contra la dictadura narrativa. Supongo que por ello lo admiraba tanto Berlanga, que siempre hubiera querido escapar del corsé de la lógica del cuento y hubiera preferido el cuadro o la falla como forma expresiva. Ya fuera en acumulaciones de imágenes, personajes y sucesos inexplicados, las películas al final terminan esclavas de su desarrollo dramático. Quizá por eso la primera etapa de Fellini, hasta La dolce vita, resiste mejor el tiempo. Aún no se había asentado su apellido como marca comercial, lo que le llevaría en demasiadas ocasiones a descuidar la humildad frente a la apoteosis creativa. Los procesos del viñetista Fellini incluían un periodo de búsqueda de actores tan caótico como divertido. Contaban que en su oficina todo aquel italiano con un rostro imposible dejaba su foto, convencido de que tarde o temprano sería llamado a Cinecittà para trabajar con el genio. De entre sus últimas películas siempre disfruté mucho de Y la nave va, pero toda su edad tardía transpira incomprensión y recelo ante el nuevo tiempo de la publicidad televisiva, la discoteca y el nuevo rico. Italia se convirtió en un territorio hostil para Fellini. No sé si resuena una sutil ironía en que el año de su centenario se haya revelado como un escenario de peste, degradación y mascarilla. Lo indudable es que el año ha terminado por ser felliniano. En eso ha consistido el homenaje y el olvido.

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