Dictar blando, dictar duro
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
La próxima vez que algún político español vuelva a sacar a colación la penosa estampa de Venezuela para obtener algún rédito en la escena local, hagan lo que hace un amigo mío. Piensen en las pocas veces que ese mismo político ejerce una crítica similar por el golpe de Estado en Bolivia o la represión china sobre Hong Kong. Denunciar las dictaduras debería ser un ejercicio constante, como la gimnasia moral de cada día. Sin embargo, el asunto no funciona de manera tan automática. ¿Por qué? Pues por la misma razón que el racismo y las políticas antiinmigrantes nunca sacuden a los ricos. En España se puede comprar la ciudadanía si tienes dinero o eres futbolista fichado a golpe de talonario, pero adquirirla desde la persecución o la pobreza es prácticamente imposible. El dinero es el dios contemporáneo al que todos rendimos pleitesía y es normal, por tanto, que todos los valores estén sometidos a su autoridad. También la política, cómo iba a ser de otra manera. Toda la petulancia de Boris Johnson para venderles a los británicos la independencia de Europa y sus burócratas tuvo éxito. El brexit significaba que Reino Unido recuperaría su poder, su primacía, su voz global. Sin embargo, el contrato que firmó para ceder a China su antigua colonia de Hong Kong ha sido roto en pedazos por el imperio asiático. Ha traicionado todos los pactos firmados y, por el momento, la supuesta fortaleza británica se ha limitado a resignarse y conservar su negocio.
China es quizá el epítome de esta incapacidad para denunciar una dictadura cuando su éxito económico te abruma. Son ya décadas de mirar para otro lado y, salvo algún país con capacidad de arriesgarse y acoger a los líderes de opinión perseguidos o artistas expulsados, nadie les saca los colores. El último acto en Hong Kong es de una prepotencia alarmante, pues la represión ha llegado a la desautorización de los partidos críticos y la detención de cualquier líder contestatario. Por supuesto, amenizado todo con la detención de periodistas críticos y el desmontaje de sus empresas. Hace poco en España supimos de un escándalo monetario que relacionaba a nuestro rey emérito con Arabia Saudí. No hubo nadie, entre los cientos de críticos que salieron de debajo de las piedras y los esforzados defensores, que se preguntara por el país del que partía el dinero. Las dictaduras árabes son consideradas aliadas naturales de nuestro mundo-pastel. El espíritu crítico frente a ellas brilla por su ausencia. Lo vimos en el caso de un periodista torturado y asesinado en una embajada turca por agentes de los servicios secretos. El escándalo duró lo justo. No son raros los casos de esposas e hijas de algunos de los dirigentes de estos países que logran escapar a las imposiciones machistas bendecidas por estos regímenes y sus altas instancias religiosas. Sin embargo, no oirán nombrar estos escándalos con la acritud que escuchamos denunciar la insostenible situación en Venezuela.
Tendría que ser esa ferviente denuncia de que los ciudadanos se mueren de hambre y violencia sectaria la que afectara también a las petrodictaduras. En ellas, el empleo de inmigrantes en condiciones infames es una afrenta a todo su poder. La situación de los internautas críticos es de una crueldad intolerable. Y así se va extendiendo por el mundo la certeza de que todo sistema político es admisible si su dinero compra las voluntades externas. Quedan lejanos los tiempos en que Europa y Estados Unidos alzaban su voz contra aquellos que no entendían que las libertades civiles eran la meta de todo orden político. Sin derechos, no hay economía que valga. Para empezar a cambiar las cosas, deberíamos hacer un esfuerzo mental por variar también nuestra capacidad crítica. No se trata de amenazar ni romper relaciones, se trata tan solo de mantener la intensidad de un discurso que ha de exigir que la libertad de sus ciudadanos sea la única tarjeta de presentación digna que un país puede dejar en la puerta de los demás. La diferencia entre ser duro y ser blando frente al mismo problema nos enfrenta a un cinismo terrible. Como un policía que aceptara mordidas para dejar libre a algunos delincuentes, pero machacara a porrazos a los demás.