No habrá un ‘sushi’ más fresco (I)

PALABRERÍA

Bruma. El plan de levantarse a las tres y media de la mañana para ir al mercado del pescado de Tokio (cuando aún estaba en Tsukiji y era un destino imantado) perdía entusiasmo y fervor a medida que se acercaba el día del compromiso. Cuando escuché la propuesta, dije «bravo», pero después, con el jet lag intoxicando la mente, la pereza se imponía a la aventura. Me metí en la cama con la esperanza de dormir de inmediato, cosa que no sucedió, según la ley de los viajes transcontinentales. Puede que lo consiguiera a las dos. El despertador fue a buscarme, con el implacable pitido en progreso, hasta el fondo de algún sueño. De inmediato llamaron de recepción, lo que agradecí porque la tentación de seguir bajo las sábanas era mayor que la de ver el mejor espectáculo del mundo acuático. Desde las alturas del Hotel Imperial, a escasos metros del palacio, Tokio eran luces y una bruma que solo estaba dentro de mi cabeza.

Tormentas. Lo recomendable para conocer la salita de estar de Neptuno era llevar botas de agua, algo que no había hecho desde la escuela, cuando deseábamos tormentas para estrenar aquel calzado de horrendo plástico, ideal para meterse en charcos pero destructivo para los pies, cultivo de hongos. Las botas eran un ataque a la dignidad, pero de inmediato demostraron la eficacia. La feria era una carrera de pequeños bólidos cargados con cubetas llenas de agua para conservar con vida la fauna y que iban derramando líquido a su paso. La elegancia era un bien escaso en el entorno húmedo: a cambio, podían baldearte las botas varias veces durante el recorrido. Morir atropellado por una motoreta no ennoblecía ningún epitafio. Había estado en otras lonjas de ciudades gigantescas y el olor de la putrefacción indicaba la baja fiabilidad de la oferta. Aquí, pese a lo desvencijado de las instalaciones, el tufo era imperceptible, algo así como un desodorante para tritones.

Sonámbulo. Tsukiji era el mercado de pescado y marisco más importante del planeta, también el más prestigioso, y la actividad a aquella hora temprana era apabullante. Los únicos sonámbulos y fuera de lugar éramos los extranjeros. Acercarse a las peceras, a las neveras, a las cajas de porexpan y a las cubetas de colores era contemplar monstruos marinos, almejas gigantes que podían tragarte entero y pescados enigmáticos y evocadores para el espectador ignorante, como era el caso. Tablas de corte manchadas de sangre, enormes cartelones amarillos, un abigarramiento estresante de zoco, trabajadores con gorros de lana, mandiles y esas botas de faenar a bordo. Sobrábamos en aquel ambiente profesional: éramos parte del centenar de personas autorizadas al día para la visita.

Escudería. El lugar al que todos los forasteros querían ir era la subasta del atún rojo, que prohibieron a los extraños en los últimos tiempos de Tsukiji antes del traslado a la isla artificial de Toyosu. No permitían pasar de la puerta, y desde esa distancia había que hacer las fotos a la mortandad masiva. Bestias llegadas de los siete mares, de Japón, por supuesto, aunque también del golfo de México y del Mediterráneo, aguardaban la revisión sobre palés. Con unos ganchos y atentas miradas a la parte trasera, de la que extraían un corte, los empleados examinaban la calidad de los atunes, cubiertos con pegatinas y números como si formaran parte de una escudería. Se negociaba con el lenguaje incomprensible de los subastadores. En este caso, que fuera en japonés era un inconveniente menor. Escuchabas un parloteo enfadado de una élite que negociaba los precios de un material escaso y preciado. Ver la extensión de túnidos como si fuera una de aquellas estampas cinegéticas en la que los terratenientes y los dictadores se fotografiaban con cientos de perdices y conejos o decenas de ciervos, corzos y jabalíes, obligaba a reflexionar sobre la depredación de la especie. A diario se repetía una transacción de cadáveres de enorme tamaño como esta. [Continuará].

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