No habrá un ‘sushi’ más fresco (y II)

Pau Arenós

No habrá un ‘sushi’ más fresco (y II)

PALABRERÍA

Safari. ¿Qué tiene el atún rojo para que los comensales se sientan atraídos por su carne cruda? ¿Por qué es el pescado más solicitado por los aficionados al sushi siendo, a la vez, el más vulgar por su ubicuidad? ¿Tal vez porque recuerda al vacuno con el plus de la salud, si descontamos el mercurio? Recuperada la especie, la voracidad humana lo amenaza de forma continua. ¿Qué es lo que seduce del pez coriáceo? Creo que, como algunos ingredientes, es un símbolo y que lo depredamos porque resulta reconocible y poderoso, una presa a la altura de ese guerrero que alguna vez fuimos o que creímos ser. Es la clase de testosterónico comportamiento que tan bien capturó Ernest Hemingway para satisfacer a los lectores sedentarios. Nos imaginamos en safaris a los que nunca fuimos y en batallas que siempre perderemos.

Mármol. En el mercado de Tsukiji había un segundo espacio menos concurrido por los curiosos, pero con un mayor número de participantes: la venta y corte de los atunes congelados. Aquellos torpedos de submarino antiguo pasaban por unas sierras temibles que los partían en dos. Los serruchos mecánicos eran el sueño de los psicópatas. Al caer las dos mitades limpias, se revelaban los interiores pulidos y los dibujos del mármol.

Catana. Gracias a la buena maña de quien nos había invitado, llegamos hasta un puesto presidido por un espécimen de Thunnus thynnus recién comprado y ya sin cabeza. Al lado, tres cuchillos de diferentes tamaños con los que el especialista iba a atacar la pieza. El cuchillo mayor recordaba a las catanas y de hecho su origen era ese, aunque empleado aquí de una forma más civilizada. Solo se aplicaba a cadáveres. El hombre fue minucioso en la tarea, que le llevó un buen rato, y requirió de ayuda hasta conseguir los dos pedazos elípticos. Metió, cortó, sacó, volvió a meter, cambió de armas varias veces. Era una cirugía compleja para evitar dañar un cuerpo muy caro.

Molusco. Abierto, el color era el de la sangre contenida y compacta, de un rojo de pintura trágica. El cortador cogió la valva de un molusco y fue rascando la carne entre las espinas. Trabajó con el mismo cuidado que con los tajos. Depositaba aquellas migas acuáticas sobre un papel blanco. Nos las dio a probar. En aquel momento, éramos las personas que comíamos el sushi más fresco de la Tierra. Extraordinario, delicado, fundente, profundo, demasiado frío, pero en ese contexto era un comentario injusto. Era invierno en Tokio a la hora en la que aún no se había inaugurado el mundo.

Ámbar. El cofre había sido abierto y nos ofrecía uno de los tesoros. A medida que se avanzaba con la concha, la carne desvelaba un fondo blanco, algún tipo de tejido. También se observaba la parte baja del animal, donde se concentraba la grasa. Fue uno de esos instantes que cristaliza en el cerebro y cuyo recuerdo queda grabado con la consistencia del ámbar. Un bocado irrepetible tomado directamente del animal como si
se tratara de algún rito de paso. Escarbar en el interior para capturar pedazos de su ser.

Regalo. Lo más importante fue la singularidad del bocado y las circunstancias en las que sucedía. Tal vez era una cosa preparada para turistas con buenas referencias, pero ocurrió con una naturalidad demasiado exigente. No sé si a aquello se lo podía considerar plato ni de si es una práctica habitual, pero lo recibimos como un regalo. Tsukiji cerró. El sushi sigue intacto en el recuerdo.

 

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