A cuestas con el elogio

David Trueba

A cuestas con el elogio

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

El otro día por la calle escuché cómo alguien se paraba frente a una presentadora de televisión al reconocerla y le decía: eres mucho más guapa que en la tele. Este elogio pretendía transmitir lo contrario de lo que consiguió. Para una persona cuya relación más habitual con la sociedad consiste en aparecer por televisión, que alguien se le acerque y le diga que en la realidad es más bella no significa otra cosa que decirle que está mostrando a diario y a la mayor cantidad de gente una cara peor de la que tiene. Curiosamente, la intención del elogio era la opuesta, asegurarle que su figura mediática no anula su natural encanto. Lo que me pareció es que este tipo de desencuentros entre lo que uno pretende decir y lo que finalmente dice tiene que ver con el sentimiento de superioridad. Existe algo en el elogio que se rectifica mientras se pronuncia por la necesidad imperiosa de no rebajarse o de reafirmarse. Si alguien se acerca a un músico para felicitarlo por su última canción, no será raro que antes de terminar la frase apreciativa añada que, en cambio, su disco anterior no le gustó demasiado. En mitad de la frase en que felicitas a un actor por su trabajo en una reciente obra de teatro, es muy probable que concluyas diciendo que, en cambio, la película que estrenó el año pasado no te gustó demasiado.

A esta coletilla se la llama ‘la rebaja’. Todo elogio es pronunciado con su rebaja. Observé esta tendencia en una persona muy anciana de mi familia que era incapaz de un elogio completo. Si un día preparabas una paella para los invitados, corría a degustarla y afirmar que el arroz estaba en su punto y el sabor era estupendo, pero de inmediato añadía: no como la del mes pasado, que te quedó pasada e indigesta. Existe una ley física aún no estipulada de manera científica que dice que un elogio y una crítica no pesan lo mismo, sino que de manera mágica la frase recriminatoria tiene mucha más importancia y espesor. La ley se demuestra con un ejemplo sencillo. En una conversación con un amigo íntimo, este te dice dos cosas en momentos distintos. La primera es que te comportaste magníficamente el día anterior. La segunda es que, en cambio, ahora puede decirte que el mes pasado fuiste un poco miserable en otro momento similar. Cuando te quedas a solas, la apreciación sobre tu mal comportamiento te abruma, te perturba e incluso es capaz de hacerte olvidar por completo el elogio.

Esto recuerdo haberlo comentado con uno de los músicos de más éxito en España. Me contó que después de sacar un disco y hacer una gira entre elogios, éxito de ventas y maravillosa recepción, recaló en un concierto en Segovia y una crítica negativa en un medio local le destrozó la moral durante varias semanas. Esto se conoce como ‘la credibilidad de lo negativo’. Su ley se enuncia de la siguiente manera: a cualquier comentario negativo le concederás de manera automática más sinceridad que a cualquier comentario positivo. Si alguien nos dice sobre un tercero que es un cerdo, obtiene más credibilidad que alguien que lo contradiga y opine que es una gran persona. No existe crítico profesional que obtenga relevancia por sus comentarios positivos de obras ajenas, sino que cuanto más negatividad salvaje transmita, acaparará más atención y respeto. Por eso, el elogio se ha convertido en algo tan comprometido en la sociedad. Para muchos es un signo de debilidad. Están dispuestos a reconocerle a alguien el talento, pero para no sentirse disminuidos se ven obligados a revocar el elogio o por lo menos aplicarle la rebaba preceptiva. Qué gran partido el de ayer, le dicen al futbolista que admiran, pero vaya cagada la eliminación del mes pasado. Messi será el mejor, pero nadie olvida sus derrotas más estrepitosas y los fracasos con la selección. Quizá el remedio a todo esto estriba en contener nuestra propensión a opinar sobre los demás como si fuera necesario y demandado. A lo mejor, lo más sabio es callar si no se tiene algo ajustado que decir. Opinar no es obligatorio.

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