Una estrella en el tobillo

PALABRERÍA

Constelación. Al ponerse los calcetines, sentado en la cama, vio la mancha que le había salido en el tobillo. Fran era de susto fácil: examinaba a menudo las pecas, que se le extendían por la epidermis como una constelación, e intentaba navegar por ese mapa espacial con la pericia del piloto galáctico. Cuerpos de diferente tamaño y forma, aunque siempre regulares: aerolitos, lunas, planetas… El inapropiado perfil le llamó la atención. La experiencia le decía que era imposible inventariar cada uno de los lunares y que algunas veces descubría nuevas estructuras que probablemente llevaban allí mucho tiempo y cuya presencia no había advertido por el diminuto tamaño.

Sonámbulo. Aquel cuerpo era distinto. Bajó la cabeza, dobló la espalda en una dolorosa contorsión y alzó el pie. ¿Qué era? La poca luz que entraba por la diminuta ventana del cuarto tampoco le permitía una observación adecuada. Se levantó con el corazón taconeando en un tablao y fue en busca del móvil, que estaba en el comedor. En el sofá, iluminó el tobillo y apareció con claridad una estrella azul con las puntas perfectas. Pensó primero en una broma, en que alguien se lo había pintado, pero vivía solo. Tampoco lo habían llevado a casa borracho ni le habían metido en el cubata ninguna droga para doblegar la voluntad. ¿Era sonámbulo y se la había hecho él mismo? Lo descartó, seguro de que uno no se convertía en sonámbulo de un día para otro y tampoco tenía la pericia para aquella precisión. Humedeció con saliva el dedo índice y lo pasó por encima de la figura con la intención de borrarla. Parecía tinta. Los márgenes no se movieron, solo la piel, que se estiró. Al retirar el dedo, la piel se destensó y las líneas volvieron a la rectitud.

Cistitis. Se vistió deprisa porque llegaba tarde al trabajo. Estaba entre intrigado y espantado, más lo primero que lo segundo, puesto que le parecía que los melanomas con la forma de estrella no existían. En el metro, se bajó varias veces los calcetines para examinar las cinco puntas, operación que fue repitiendo de forma obsesiva en la oficina, encontrando refugio en el lavabo. Para justificar los encierros, dijo que sufría de cistitis.

Serpentín. Pensó durante todo el día qué podía haber causado aquello. ¿Una intoxicación alimentaria, la picadura de un bicho, el roce con una planta urticante, el escupitajo de un coronavirus, la exposición a material radiactivo? Se fue a dormir sin resolver el enredo y disgustado por el brote que le marcaba la piel. Lo primero que hizo al despertar tras una noche de autos de choque fue coger el tobillo: la estrella seguía allí. Se levantó cabeceando y somnoliento, fue al lavabo y al mirar hacia abajo para orientar el serpentín, se sorprendió con un segundo dibujo en la ingle: un corazón y, en medio, unas letras. Las prisas por acabar hicieron que se rociara las zapatillas de felpa. ‘MAMÁ’, estaba escrito. Sin duda, aquello era un tatuaje, como la estrella. ¿Y por qué su madre? Era una mujer horrible con la que no mantenía ningún contacto y de ninguna manera la quería reivindicada en la piel.

Escápula. Los amaneceres de las mañanas siguientes fueron acompañados de tatuajes. Intentaba estar despierto para atrapar la floración, pero siempre brotaba en un descuido. Visitó a varios dermatólogos sin que le dieran solución a tan extraña dolencia. A los 31 días exactos apareció el último tatuaje. Un dragón rojo en la espalda. Una pieza compleja y hermosa que se movía al compás de las escápulas.

Sentimiento. Por fin, Fran entendió el mensaje: su cuerpo le había pedido cambiar de vida. Comprendió que los tatuajes eran una expresión en la superficie de los gritos profundos. Hizo las paces con su madre, dejó el trabajo, vendió el piso, se compró una moto y una máquina de tatuar. Si a otras personas los sentimientos no les salían de forma espontánea, él los haría nacer a punta de aguja.

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