Nos ocupamos del mar

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

La cotización de los cuadros de Banksy en el mercado de subastas de arte suele confirmar la desmesura de ese sector. Por suerte, el mismo autor se encarga de mofarse de esa situación, pese a la tristeza profunda que provoca. Hace ya mucho tiempo que el dinero dejó de buscar la excelencia artística para dedicarse a convertir ese mercado en otra ventana de especulación más o menos rentable. Además, desde hace años, la inverosimilitud de la tasación del arte hace que muchas fortunas corruptas lo utilicen para blanquear dinero y poner a circular divisas de origen más que turbio. Banksy no pretende ser más que un grafitero con corazón que ilustra denuncias sociales. Su última acción ha consistido en comprar un barco y cederlo a una organización que se dedica al salvamento de náufragos en el Mediterráneo, la gran mayoría de ellos, emigrantes que huyen de la pobreza y cruzan hacia Europa en busca de un futuro más próspero. Este fenómeno migratorio, que se prolonga ya en las últimas décadas sin que remita ni se encuentren soluciones decentes, era el gran problema de nuestra civilización hasta que surgió la crisis sanitaria. Tengo la sensación de que superaremos la emergencia vírica, pero, en cambio, permaneceremos anclados en el drama migratorio por mucho más tiempo.

Los sucesos de los campos de refugiados establecidos en las cercanías de Lesbos, con la quema del asentamiento de Moria y las posteriores restricciones a la circulación, apuntan a que la situación sanitaria va a ser utilizada como excusa para ejercer aún más esa humillación permanente sobre las personas en situación marginal. Hay algo en la cadencia política del virus que apunta a lo reaccionario. Pero la situación de los procesos migratorios requiere una mirada mucho más compleja de la que a menudo mantenemos. Hace tiempo, durante una estancia en Melilla para rodar mi última película, indagué en las enormes contradicciones de las democracias y caí en la cuenta de que a veces actuamos en lo político como antes hacíamos con lo religioso. Sucede en casi todas las creencias que el sentimiento de culpa es más relevante que la propia acción. Así, las sociedades desarrolladas son incapaces de enfrentarse a su culpa por la marginación de tantísimas personas, y sus acciones tienden más a lavar esa conciencia herida que a de verdad plantearse cómo solucionar el problema. Sin duda, el problema carece de solución, lo que hace el atolladero aún más perverso, pero al menos podríamos establecer unas condiciones sólidas de amparo, protección y reparto.

En los últimos años, la llegada de emigrantes ha sido la munición más cotizada para el populismo nacionalista. Sus campañas, que agitan el miedo, han logrado captar a grandes capas de población obrera, anteriormente seducidas por discursos más solidarios y de protección colectiva. Es común que tanto el rescate de náufragos como las políticas de inclusión de emigrantes tiendan a olvidarse del último eslabón de la cadena. Los que tienen la suerte de ser salvados y admitidos en los países desarrollados van a parar a barrios y periferias ya de por sí depauperadas y marginales. Es ahí donde se genera una presión existencial que muy pocos se atreven a ordenar. A la dignidad moral de quien salva vidas en el mar habría que darle continuidad con apuestas por la estabilidad de quienes pisan tierra firme. Así, el barco de Banksy tiene más publicidad que los esfuerzos callados de asociaciones vecinales y de acogida. Forma parte de la misma sobrevaloración del mercado publicitario del arte. En el vecindario es donde se forman las mentes reaccionarias, donde se alimentan los miedos y la vida en guetos insostenibles. Allí no llegan las buenas intenciones, y en ese olvido y descuido vamos creando una oposición radical entre el salvamento, que es una exigencia moral, y la convivencia, que es una tarea de organización racional. No puede sorprendernos que aumente el voto nacionalista y reaccionario si despreciamos a quienes finalmente conviven a diario con el problema de la inmigración. Sería un error de cálculo imperdonable que nos ocupáramos del mar, pero nos olvidáramos de la tierra. La aventura, a veces, se desarrolla en espacios nada épicos ni fotogénicos. Ahí duele de verdad.

 

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