El pollo mareado
El pollo mareado
PALABRERÍA
Búfalo. Durante años me he mantenido apartado del pollo a l’ast por culpa de una sobredosis. El abuso de ciertas sustancias lleva al colapso. Me pasó con la grasa que desprende el volátil y se envasa o envasaba como accesorio o suplemento para completar la experiencia, y suavizar las pechugas, que en mi niñez estaban más secas que la carne de una momia desvendada. Eso sucedía allá por los años 70, cuando los pantalones eran de campana y las motocicletas petardeaban como búfalos con problemas estomacales. En mi recuerdo, aquel tiempo no era en blanco y negro, sino en el color desvaído de las fotografías abandonadas al sol.
Magnético. El pollo a l’ast era una excepción, aunque los ejemplares no fueran excepcionales. En nuestra familia eran ajenos a la mesa dominguera: su consumo quedaba reducido a algún mediodía o noche durante el verano en compañía de amigos. Recuerdo haber estado pocas veces en la cola ante la máquina rotatoria, donde el baile de las aves era magnético. En la fotocomposición de mi memoria, la estampa se organiza del siguiente modo: una pollería en una avenida sin asfaltar que discurría por el lecho de un antiguo barranco, que recobraba sentido (y desbordamiento) con las lluvias torrenciales. El final del verano lo convertía en un parque acuático de la penuria. El resto del tiempo era una calle del Oeste barnizada con polvo.
Opulencia. Puede que en el pueblo hubiera otras rostisseries, pero solo me aparece esa, con la fila para recoger el encargo bajo el sol canicular y las partículas picantes y polvorientas suspendidas en el aire y el olor a gas de las bombonas de butano y el lento rodar de las aves y las pieles entre bruñidas y requemadas y la composición medieval de las gallináceas ensartadas para una opulencia que en aquellos años era esporádica. El pollo a l’ast fue en mi infancia un lujo, considerado luego una vulgaridad para renacer en estos tiempos de revoloteo gracias a la presencia imponente de la pieza entera y el buen precio.
Invisible. Todo nos agradaba: el recipiente de aluminio invitaba a la modernidad. Era como un envase de la NASA, alguna parte de un módulo lunar. Como he dicho, las pechugas recordaban una variante amable de las astillas, mientras que nos disputábamos los muslos por su jugosidad. Del animal completo, siempre descabezado y eso que el cuello es un manjar, prefería el aceite y mojar pan hasta acabar con la barra. La consecuencia del atracón, y de vaciar un bote entero de jugo grasiento, fue sentir asco durante décadas por el producto masivo. Imaginar el olor era hacer un llamamiento a las arcadas. He tardado 40 años en volver a los pollos mareados –sugiero este nombre para un asador–, temeroso de que el olor seboso vuelva a aturdirme. En aquellas fiestas, que terminaban de madrugada, recuerdo quedarme dormido en las piernas de mi padre mientras hablaban a los mayores, privilegio al que llegábamos convirtiéndonos en invisibles. Escuchábamos confidencias que no comprendíamos, accedíamos a secretos que no nos importaban.
Oreja. El arte de dorar pollastres en un espetón ha mejorado, probablemente porque los especialistas eligen mejores especímenes. La crisis sanitaria y socioeconómica favorece el vuelo de las aves de corral. Trinchar un pollo es revestir de solemnidad y atractivo un ingrediente cotidiano. Acostumbrados a comer partes de los cuerpos, relacionamos el bicho en su integridad con la magnificencia. Los restauradores invierten en asadores –hay aparatos de 45.000 euros que funcionan con carbón y con capacidad para 48 inquilinos– con la esperanza de remontar a lomos de gallinácea. Nueva edad de oro –el color de la piel– para el pollo a l’ast mientras el lodo embarra calles y avenidas. Atención, inversores, escuchen: por el horizonte se acerca la careta/oreja de cerdo, guisada, confitada o a la plancha, reina de los bares. Su humilde presencia pronto se hará fuerte en los platos de notorios restaurantes.