La picardía de la anchoa
La picardía de la anchoa
PALABRERÍA
Lúgubre. En casa somos aficionados a la anchoa grande, carnosa, compacta, probablemente porque cuando era estudiante universitario tuve que conformarme con los hilillos de lata barata y lúgubre, que ahora solo empleo para deshacer en la sartén y formar una salsa con la que realzar unos espaguetis. No es esnobismo, sino practicidad. Me sorprende la diferencia de precios entre la aristocracia y el proletariado, entre la lata con pedigrí y la desconocida. El precio es tan exagerado por arriba como por debajo.
Transubstanciación. Siempre aprecié sobremanera los aceites de las conservas y alguna vez pensé que prefería lo oleoso a la carne (se me ha pasado el rapto). Un trozo de pan mojado en esa sustancia conservante es milagroso, puesto que en ella se produce la transubstanciación. Las propiedades se trasladan de cuerpo y el pescado está sin estar. Podría haber sido el plato del año de algún cocinero jeta aplaudido por mentecatos: un círculo perfecto de aceite, una diana en el centro de una porcelana titulada Anchoa esencial. Y una rebanada de pan tostado para una experiencia mística y con los ojos y la cartera en blanco. Aunque el engaño tal vez exista de otro modo: el precio de la unidad roza los cinco euros en algunos bares pijos (existen: la palabra ‘bar’ lo soporta todo).
Lengua. Me entusiasman las anchoas, aunque raramente las pido fuera de casa porque es un producto de almacenamiento más que de creatividad. Los cocineros se limitan a abrir una lata, depositarlas en un plato y bañarlas en aceite. Excepciones las hay, por supuesto, y algún talentoso las ha convertido en el centro de su proyecto. En general, las presentan como si se tratara de la prima bizca de la Gioconda, con un respeto solo comprensible porque es un ingrediente definitivo y que ya poco se puede hacer sin maltratarlo y desnaturalizarlo. Y la verdad es que son aparentes: lenguas marrones y sinuosas y elocuentes sobre lienzos. Aparecen dos lomitos bajo los focos y los cobran como si fuera un menú modesto de mediodía. En las cartas refuerzan la exclusividad con una numeración oficiosa copiada del caviar, pero que no tiene ningún significado. El triple 0 –000– habla de gran tamaño y es uno de esos códigos sobre los que nadie se pronuncia para no pasar por ignorante. Este es un negocio al que le falta claridad: pocos elaboradores explican la procedencia de las capturas. La mayoría calla en un silencio de profundidad.
Sobado. Ciertamente, el prensado y la maduración requieren de tiempo, y sacar la espina y ese masaje llamado ‘sobado’, en manos femeninas, necesita de atención y habilidad. Es una artesanía, lo que cuesta un dinero que precisamente ellas no ingresan. En una conserva premium –vaya palabra–, el filete sale a dos euros y en las tabernas finas se vende por el doble. Lo dicho, mejor tomarlas en casa.
Raspa. Las dos ligas importantes son la de Santoña y la de L’Escala. Por proximidad, conozco más la segunda. A Cantabria la llevaron los italianos –y las envasadas con mantequilla remiten a ese origen– y las de L’Escala basan su tradición en los griegos de Empúries y en la fábrica de salazones cuya ruina aún se conserva. En la nevera siempre tengo un bote de anchoas con sal gruesa: el actual pesa 630 gramos (escurrido, 225) y costó
11 euros. Saco las piezas, las desespino bajo el chorro de agua y elimino la raspa (que se pueden utilizar en una fritura) y cualquier resto poco agradable. Tras media hora en agua, las seco, las cubro con aceite de oliva extra virgen y espolvoreo pimienta fresca. Sobre pan crujiente es la forma más segura y confortable de inmersión.
Malicia. El cambio de boquerón a anchoa es un ejercicio de transformismo de primer orden. Siendo lo mismo, parecen dos productos distintos. El boquerón es una anchoa sin malicia. Ya hace mucho que dejamos atrás el candor.