Cuando el salmón cubrió la ‘pizza’
Cuando el salmón cubrió la ‘pizza’
PALABRERÍA
Agridulce. Algo tan cotidiano y trivializado como la pizza llegó tarde a mi educación gastro. Entendámoslo: vivir en un pueblo tenía limitaciones; entre ellas, el acceso a la restauración universal. Nosotros éramos más de bocadillo de longaniza en algún bar en el que las moscas se quedaban pegadas a las mesas. La apertura del primer chino y la de la primera pizzería fueron un acontecimiento. El calzone parecía referirse a la ropa interior demasiado amplia o a un individuo dominable, y el arroz tres delicias, que no comen en China, una herejía en la tierra de la paella. La salsa agridulce era exótica, lejana y misteriosa, una pomada mágica cuyos ingredientes resultaban imposibles de adivinar. Hechos al allioli (semper fidelis a esa seda), aquella mezcla de coloración rojiza prometía aventuras e intrigas y una visión del mundo en tecnicolor. La salsa agridulce era ir al cine.
Bautismo. La llegada de la pizzería, pues, alteró la vida de las cazuelas familiares. Inexpertos, leíamos las letras de las especialidades sin saber por cuál decidirnos. Nombre y contenido estaban disociados. Elegíamos las menos complicadas por miedo a pifiarla: y teníamos razón porque el exceso atenta contra el equilibrio. Después, con los años, supe que la lista canónica solo agrupa a unas pocas, encabezadas por la Margarita. Cada pizzería inventaba un nombre para una determinada agrupación de sabores como si estuviera decidido por consenso. En los restaurantes corrientes, enumeran el contenido de un plato sin bautismo. Dar nombre a una pizza colabora con la confusión, o que se ponga de acuerdo el Gobierno Secreto de Pizzaiolos y elabore una lista con carácter general.
Hongo. Me llamaba la atención la Atómica, con un huevo en medio, algo que entonces –cuando todo nos parecía extraño– la hacía muy rara y poco apetecible. ¿El huevo representaba el hongo nuclear o se refería a la demasía de la composición? La de cuatro quesos se desparramaba, con el punto excitante y violento del roquefort. La Cuatro Estaciones era cursi y confusa y sugería un anuncio de miel con música de Vivaldi. Muchos años después, y ya en Barcelona, me apasioné con la de salmón, que vestía la masa con una capa de lujo.
Novio. No sabía entonces, ni durante los años en los que la pedí, que se trataba de la creación de un chef famoso con base en Los Ángeles. Por aquella época, el salmón era el tercer miembro de cualquier pareja de novios: su presencia en los menús de las bodas resultaba inevitable. El abuso, y la llegada de nuevos amantes, lo desprestigió y fue desapareciendo de las cartas hasta regresar con discreción y la forma deconstruida de un tartar.
Loncha. En el invierno de 1996 cené en Spago, en Los Ángeles, en la dirección original, en el número 8795 de Sunset Boulevard. Guardo de la visita una caja de cerillas con cierre delantero y el humo de la confusión. Sé que nos atendió uno de esos camareros que aspiran a ser actores –él mismo lo contó– y que comí una pizza de salmón ahumado, obra de Wolfgang Puck, inmigrante austriaco convertido en el chef de cabecera de las estrellas. Es posible que en aquel momento estuviera informado de que la genialidad trabajada fuera del horno para conservar la estructura de las lonchas había salido de sus manos. Fue en 1982 y se inspiraba en un bagel de salmón con crema de queso. Cuando aún era inocente, creía que se trataba de una aportación nórdica.
Horterada. ¿Y cuál es mi duda? Que la original de Puck lleva unas buenas porciones de caviar. ¿Comí pizza con caviar en 1996? Seguro que no. Puede que fuera la versión con huevas de salmón y que sigue en la carta a treinta y seis dólares. El juego con las huevas de esturión me parece una horterada mayúscula, una aportación ridícula para satisfacer a esnobs, una golosina para actores decadentes. Esa masa no necesita retórica: el salmón ahumado ya la convierte en la pizza más sofisticada de la clase obrera.