El homínido y la tortilla vaga
El homínido y la tortilla vaga
PALABRERÍA
Calibrar. La tortilla es un plato emocional, y sentido, colectivizado. Por su textura. Por su sencillez. Por su afectividad. La buena es tan fácil de comer como difícil de hacer. Conseguir un cuerpo con volumen, la capa lisa y el interior inocente requiere de atención y habilidad. Fue prueba de admisión en algunas cocinas para calibrar el talento de los aspirantes.
Atroz. En el tiempo de la primera glaciación, el músico Javier Gurruchaga me dijo que las comía porque no veía al animal en esa masa. Cierto, lo que habla de una negación de la realidad. Parte de la comida pasa por la muerte. El huevo no recuerda a la gallina, pero tampoco la chuleta a la vaca. Creo que se trata más de la sangre y el corte y la violencia de la carne. En cambio, el huevo es pacífico, conseguido sin coacción –a menos que las ponedoras estén ingresadas en un Alcatraz industrial–, aunque procedente, admitámoslo, del robo a las aves. Si Gurruchaga se hubiera puesto a pensar, se habría dado cuenta de que ese placer que se llevaba a la boca interrumpía una vida. Tal vez la tortilla sea más atroz que la chuleta. El único alimento incruento de origen animal que se me ocurre es la leche. Aunque no sé si las vacas estarían de acuerdo con la inocuidad del acto de muñirlas.
Próspero. La primera tortilla de la humanidad pudo ser fruto de un accidente al romper un huevo sobre una piedra caliente bajo la mirada de un homínido. Aunque elaborado de forma chapucera, se adivinaba un próspero futuro gracias a la magia de una transformación radical y veloz. El primer cocinero, o cocinera, de la prehistoria podría haberlo sorbido en crudo, pero la elaboración fortuita tal vez contribuyera a una aproximación lúdica, a una alteración positiva de la dieta monótona. Inofensivas especulaciones. En cambio, el huevo frito requiere de ingenio, de instrumento adecuado, de grasa y de precisión para que la yema corone la clara y mantenga la estructura. La tortilla pudo ser casual, el huevo frito necesita intención.
Hierro. En 2001, o a lo mejor en 2002, el restaurador Sacha Hormaechea puso en la mesa de su ‘botillería y fogón’ una de las últimas tortillas célebres: la llamada ‘vaga’. Fue la respuesta a una petición del arquitecto Rafael Moneo, según cuenta Sacha: «Era primavera y tenía perretxicos. Rafael es navarro y me dijo: ‘¿Me puedes hacer un revuelto a ver si sale como el que hacía mi abuela?’». Probó: muy batidos con el aceite caliente, poco batidos con el aceite frío, al baño maría… «Aquello no tiraba». Preguntó a Moneo: «¿Qué gusto buscas?». «Aroma de huevo quemado en sartén». Parece el verso de una canción. Lo hizo por una sola cara: «En contacto con el hierro tenía ese olor a tortilla francesa, a patio de casa de noche. Pero también quedaba poco cuajada, aún con gusto a huevo». El gusto a huevo no es el gusto a tortilla, así que la solución sachista plantea un debate sobre la materia, sobre si algo puede ser dos cosas a la vez.
Anarquista. Ha tenido muchas versiones y yo la he probado con patatas chip, morcilla de Córdoba y piparra y era de una ligereza casi saludable. A Sacha le han copiado el modelo, aunque no siempre a propósito. Me explico. El cocinero y fotógrafo es consciente de que otros la podrían haber hecho a la manera unilateral o abierta: es una idea con lógica si se busca lo jugoso. En febrero de 2012 cubrí mi alfombra de albúmina con tomate y ventresca de lata y, sin saber que una década antes existía la de Sacha, la llamé, en un blog, tortipizza, nombre tampoco demasiado original porque se usa a menudo. A Sacha lo copian más que a Armani: la falsa lasaña de erizo, la ostra en escabeche o el carabinero al mortero para un suquet al momento. Restaurante singularísimo que suman el alma anarquista de este hombre y una visión holística de la restauración.
Camino. De la tortilla desnuda del homínido a la evolucionada de Sacha: este es el camino que ha recorrido la civilización.