Cuando Pedro Iturralde era el ‘jazz’
Cuando Pedro Iturralde era el ‘jazz’
ARTÍCULOS DE OCASIÓN
Leí a raíz de su muerte que en los días anteriores, descorazonado, el músico Pedro Iturralde se había metido en la cama para zanjar su contrato de actuación en la carpa de esta vida nuestra. No me pareció un extraño mutis para alguien que conocía desde la más tierna adolescencia cómo funciona el mundo del espectáculo. Nada es eterno y, si algo te empuja al escenario, es una veneración por el tiempo presente, por el placer de acomodar los días a una vocación y un gusto muy particular. Recordé entonces esos tiempos en que España era un paisaje artístico poblado de francotiradores muy especiales. Cuando nombrabas a Iturralde o a Tete Montoliu, querías decir jazz. Una palabra que siempre ha tenido un deje sospechoso para muchos. Bajo sus cuatro letras hay una galaxia que no madruga, sino que prolonga el aire festivo y libre hasta la llegada del alba. Nadie definió mejor ese espíritu que Scott Fitzgerald cuando entre los despojos de la fiesta encontró las claves de un desencanto generalizado. Las penas con música son menos.
A Iturralde y Montoliu los siguió una normalización del jazz en España, con nuevas generaciones que, desde Jordi Sabatés a Chano Domínguez, Ignasi Terraza, Perico Sambeat o Javier Colina, por nombrar a unos pocos incuestionables, han consolidado el género como una pata necesaria de nuestra música. Hay algo en el jazz que provoca la resistencia de parte del público, que persiste en sospechar que en el escenario pasa algo que ellos no llegan a desentrañar del todo. Solo el tiempo va colocando las piezas del puzle musical y algunos entienden que sin la experimentación y el equilibrio inestable sería imposible avanzar hasta donde hemos llegado. Hay algo en la libertad improvisatoria y rítmica del jazz que lo aleja de un auditorio educado en lo pegadizo, lo rutinario y lo simple. No debería olvidarse que la evolución humana es un proceso constantemente interrumpido por la propia obcecación de ciertos individuos de la especie por el inmovilismo.
Recuerdo una noche memorable en que Fernando Fernán Gómez nos relató, como si fuera un monólogo cómico, sus aventuras musicales. Entre ellas se incluyen varios acercamientos al teatro musicado y hasta un disco de recitado sexy que tengo en casa como regalo de un amigo buceador de rastrillos. Pero sus mejores dardos llegaron cuando repasaba las bandas sonoras de sus películas. Si Fernando atrapaba un hilo de diversión era un hombre insuperable, parecía un escalador que en su conversación siempre te guiaba hacia un pico aún más sorprendente y genial que el anterior. No querías abandonar nunca esa cordada, y si se acababa era porque llegaban, como decía él, las claritas del día. Puro jazz era Fernán Gómez charlando. Y en el recuento de aquella noche apareció el placer de trabajar con el saxofonista Iturralde. Se conocían de las noches del Whisky Jazz y de alguna colaboración y coincidencia particular, pero cuando Fernando emprendió el rodaje de la adaptación de su serial El viaje a ninguna parte le pidió a Iturralde que compusiera la música antes de que la película estuviera hecha. Algo en absoluto habitual, pero que tranquilizaba a Fernán Gómez, hombre dado a pocas explicaciones y pejigueras.
Iturralde compuso varios movimientos de diversa tonalidad que Fernando y su montador Pablo del Amo engarzaron con las imágenes en el proceso final de la película. El resultado es un acento entre moderno y emocional que acompaña al trajinar de los cómicos carretera adelante. Hay fragmentos de acompañamiento, de fondo de cabaret, de atmósfera y hasta una balada emocionante y certera. No es, por supuesto, un método ortodoxo. Pero tuve la sensación de que Fernán Gómez prefería esa libertad de acción a toda precisión mayor. Quizá también Iturralde se prestó al experimento como muchos años antes el mismo Miles Davis se encerró a improvisar en un estudio en París para poner música a las imágenes de Ascensor para el cadalso bajo la mirada de Louis Malle, que la había dirigido y consideraba asociar al músico norteamericano a su película como un regalo del cielo. Dicen que los músicos de jazz mueren cada amanecer cuando se encienden las luces de sala. Por eso, uno confía en la resurrección de Iturralde cada vez que suene su saxo en la estela del de Coltrane.