El arroz del lunes
PALABRERÍA
Encimera. Regresé a casa muy tarde después de pasar la mañana grabando un documental. Al abrir la puerta, mi hijo mayor me dijo que ya habían comido y que si me calentaba en el microondas el plato que me habían reservado. Le di las gracias, le dije que no y le pregunté si el plato había estado fuera de la nevera a temperatura ambiente. Efectivamente, lo encontré en la encimera, recuperado de ese rigor con el que el frío atenaza los alimentos. La nevera es letal para ciertos productos cocinados, puesto que los seca tanto que inicia el proceso de momificación. El microondas los apuntilla y los desnaturaliza, robándoles el alma y arrollando la textura. El lector no encontrará más quejas aquí sobre el microondas, aparato utilísimo e infrautilizado. Tiene unas prestaciones culinarias que van más allá de calentar el tazón de leche. Se consiguen puntos de cocción perfectos en los lenguados y las caballas.
Secreto. Ellos habían preferido los macarrones del sábado y a mí me dejaron los restos de la paella del domingo. Es aconsejable cocinar de más para las emergencias de diario, sobre todo los mediodías, cuando el trabajo impide dedicar el tiempo que un guiso necesita. Lo cuento sin efectos especiales: al meterme los granos en la boca, regresó un secreto de infancia compartido con mi abuela María Gracia. La máquina del tiempo existe y se llama ‘comida’. Me vino a la cabeza una expresión que ya había olvidado: el arroz del lunes.
Plumilla. Mi tío Julio, hermano mayor de mi padre, padecía una severa afección cardiaca que lo obligaba a estar tumbado. Vivía en la habitación de la entrada de la vivienda de los abuelos y comía en la hamaca en la que pasaba la mayor parte de las horas. Un pajarillo enjaulado junto a una ventana. Era un artista de la plumilla y la tinta y, obligado por la enfermedad a ser estoico, dibujaba con la precisión y la paciencia de los que tienen todo el tiempo del mundo. Como pequeña compensación, mi abuela le reservaba un plato de la paella de los domingos. Solo él tenía el honor, y ni siquiera el abuelo Julio accedía al extra de los placeres dominicales. Esa paella de carne y verduras, la paella paella, no era cualquier cosa: yo la consideraba algo superior y sigue en mi imaginario como la mejor probada. No voy a discutir si es nostalgia o verdad inapelable.
Doliente. La alacena estaba metida en la pared de la cocina y protegida de las moscas con una puerta de rejilla que permitía la ventilación. En uno de los estantes bajos, el plato cubierto, a lo mejor, con un trapo o una tapa. Creo que nadie sabe, y tal vez mi padre lo descubra leyendo estas líneas, que mi abuela me permitía meter la cuchara –una de aquellas cucharas grandes y mates, apagadas– en el arroz, en ese arroz reservado para mi tío inmóvil. Cuando lo probaba, sentía una mezcla de culpa y placer, aleteado por el gesto cómplice de María Gracia, como si en lugar de abrir la alacena estuviéramos a punto de reventar la puerta blindada de un banco. ¡Mi tío estaba en su cuarto, a unos metros, y yo le robaba el arroz del lunes mientras ella hacía un gesto de silencio! Eso se repitió muchas veces y con la discreción obligada de los carteristas. Me sentía agradecido por recibir una parte (pequeñísima) del botín, pero a la vez algo miserable por sustraer la exclusiva de un doliente.
Patio. Ese mismo sabor a privilegio y metal –el recipiente contagia al grano– fue el que noté un lunes en el que mis hijos me permitieron acabar con la última ración de paella. No es un gusto fácil de definir porque se trata de una extensión del domingo y de la ficción momentánea de que aún seguimos de fiesta. Lo comí, lo disfruté y recordé la casa con patio interior y el moño plateado de mi abuela y en cómo me inducía al delito mientras yo administraba mis dos cucharadas pensando en lo mucho que faltaba para que otra vez fuera domingo, y lunes.