Soy un ‘influenser’ (con ‘s’)
PALABRERÍA
Confusión. Estoy más cerca de los 55 añosque de los 20, pero, ¡por fin!, me han descubierto las marcas, aunque, tengo que decirlo, con cierta confusión. El mensaje llegó a mi correo electrónico, se dirigía a mí por el nombre y hacía mención a mi perfil de Instagram. No había dudas: era para mí. Aunque, al leerlo, estuve seguro de que existen universos paralelos y que debía de referirse al pau.arenos de otro mundo, que –supuse por lo que proponían– tendría una bonita figura.
Cancillería. El e-mail decía así: «AMAMOS [en mayúsculas porque el amor es GRANDE] tu estilo. Nos encantaría tenerte como uno de nuestros brand ambassadors. Para celebrar nuestra nueva colección Sportivo queremos regalarte un par de leggins GRATIS [en mayúsculas, aunque ya quedaba claro que lo REGALABAN] para que puedas publicar una foto usándolos [vaya, no era tan GRATIS] y dar más exposición a nuestra marca». Me sentí agradecido por el amor y por que alguien podía satisfacer el sueño de ser embajador de algo, condicionado por aquel anuncio de Isabel Preysler y los bombones de la cancillería.
Ovino. El mensaje llegaba de Londres y ya sabemos que los británicos no se equivocan nunca, aunque voten a Boris Johnson. Revisé mi perfil de Instagram por si había pasado algo extraño y era lo de siempre: platos que cocinaba y platos y vinos que tomaba en los restaurantes. ¿Y si leggins no se refería a la prenda elástica resaltadora de culos, sino a un plato escocés variante del haggis, el estómago de ovino relleno de vísceras? Entré en la web y era de ropa femenina de baño, con modelos con cuerpos demasiados delgados: ¡a dieta de haggis las ponía!
Satírico. Los leggins parecían de calidad, pero dudo que tuvieran de mi talla. De nuevo pensé en gastronomía y de si me querrían fichar por algún asunto de embutidos. Escribí alguna vez sobre moda en tono satírico hará unos 15 años, cuando Kiko Rivera se llamaba Paquirrín y aún no habían metido presa a su madre. Seguro de que el lío no llegaba por ahí. Patinada, pues. No dije nada y seguí con lo mío, aunque la oferta era irresistible: una comisión que no entendí cómo conseguir, un 40 por ciento de descuento en la tienda on-line y conocer «¡nuevos amigos increíbles!». Después de tanto encierro, eso último me estaba haciendo falta. A los pocos días, me volvieron a escribir preguntando sobre mis intenciones. Les contesté de modo responsable y disculpándome: «Los leggins no me quedan bien».
Malla. Metido ya en el papel de influenser (con ‘s’), no podía sorprenderme la siguiente oferta, casi pegada a las de las mallas: una agencia de comunicación me mandaba «una selección de pescados y mariscos [¡GRATIS!]» de una pescadería on-line para que hiciera «un poco de push [menos mal que ya era un influenser y sabía de qué estaban hablando…] en redes creando contenido [vaya, no era tan GRATIS]». En el correo, citaban a cocineros estrella que colaboraban [¿GRATIS?] con la pescadería on-line. Supuse que la agencia también hacía su trabajo a cambio de unos mejillones.
Explotación. No entro en el negocio porque no es lo mío, pero para los pobres que se esfuerzan en las redes sociales por crear contenidos, y que viven de ellos, este tipo de propuestas son una desvergüenza. Otros se lucran y pagan con limosna, trabajo a cambio de producto degradando las relaciones laborales y consolidando una explotación guay, sexy o glamurosa, pero explotación. A Karl Marx se le habría caído la barba de moderno por el cabreo. A ti te querría ver, Karl Marx, en un Instagram Live, ceñido con las licras eleganza fitness y preparando unos arenques con pepinillos para Engels. ¿Qué mejor espectáculo de nuevo capitalismo se le puede pedir al confinamiento?
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