En este vino vive mi amigo
PALABRERÍA
Escudo. Es una botella de cabernet sauvignon Principe di Corleone: Vino da Tavola di Sicilia, con 12,5 grados. En la etiqueta, que fue dorada y ahora es marrón, un escudo con un dragón rampante: he entrado en la web de la bodega, que existe desde 1892 propiedad de la familia Pollara, y la imagen es un león, ¿en el pasado fue el lagarto mítico? Bajo el escudo, el dibujo de un pueblo hecho con plumilla y una fecha: 1994. Ninguna contraetiqueta.
Precinto. Es la botella más antigua que guardo, y la más preciada. De ninguna manera me refiero al dinero, sino a un modo verdadero de medir la importancia. A lo largo de los años he abierto en casa botellas, compradas o regaladas, de las que hacen aullar y berrear a los entendidos como si fueran personajes de dibujos animados: champán Salon o priorat L’Ermita, entre las valiosas, y hablo, ahora sí, de precios. El Principe di Corleone sigue reinando en silencio con el precinto intacto en el cuello de la botella. El cristal, muy opaco, está sucio. Hace tiempo tuvimos una inundación en el cuarto que sirve de pequeño almacén y algo de lo que arrastró la catarata sigue pegado: son cuatro lágrimas de barro. La etiqueta tiene una rotura en la parte más alta junto al escudo, bien sea un león o una gallina de fuego.
Superstición. Me resisto a abrirla porque si lo hago –es una inmensa tontería, una superstición idiota– quien me la regaló se irá de forma definitiva. Es el apego a algo físico que me entregó una persona que ya no está. Fue el obsequio de un gran amigo, Jordi Saladrigas, periodista y compañero de mesa y de anhelos y desencantos, que murió joven, sin cumplir los 40. Cada vez que alguien fallece, no sé qué hacer con el número de teléfono alojado en mi móvil. Borrarlo es desanudar el cabo y que la barca desaparezca en la oscuridad. Hacerse mayor implica tener cada vez más teléfonos de muertos en la memoria del móvil.
Trigal. Jordi había viajado a Corleone, en Sicilia, para hacer un reportaje sobre lo que quedaba de la mafia y, aunque es una fraternidad de sangre y muerte, el cine, la tele y la literatura han conseguido dar al crimen un aire de peligrosa irrealidad. La compró, sin duda, porque llevaba impresa la palabra ‘Corleone’. Sea como fuere, El Padrino es una obra maestra y Corleone, más que un apellido. Años después, también fui a esa población a menos de 60 kilómetros de Palermo, rodeada de trigales de donde el novelista Mario Puzo sacó el apellido para don Vito, si bien Coppola no rodó allí ninguna escena. El viaje también fue, de alguna manera, un homenaje a Jordi. Me horroricé al visitar el Centro Internazionale di Documentazione sulla Mafie y el rastro de los asesinos, y escribí el texto Padrineando.
Cobardía. ¿Por qué no descorcho el Principe di Corleone? Por supuesto me amargaría que el vino no estuviera en condiciones porque habría fracasado en mi única responsabilidad: la conservación. Mientras siga cerrada, permanece la esperanza, aunque teñida de cobardía. El tinto tiene ya 26 años. Sé que a esa edad una persona es joven y un vino, viejo. He probado tintos de los años 20 del siglo XX y lo único que se podía decir de aquel líquido era que seguía activo, aunque con tenue latir, que se podía beber y que no perjudicaría la salud. Imagino que el cabernet sauvignon de la botella corleonesa, aunque las viñas de la empresa estén en Monreale, junto a Palermo, conserva un hilillo de respiración, el color desgastado y la vivacidad marchita: hay que aceptar eso. Otra cosa es que, al abrirlo, el contenido sea imbebible y haya que tirarlo por el fregadero. La decepción, y el luto repetido.
Botella. En este vino vive mi amigo y, cuando lo beba, solo quedará una botella vacía.